jueves, 30 de abril de 2020

CONTENIDO POCO NETO


48ª crónica de un confinamiento improvisado

Modelar con los dedos las deposiciones que evacuamos como una  arcilla compacta es un acto repulsivo en sí mismo, pero, puestos a ser creativos y soeces, también es una labor susceptible a alcanzar un resultado artístico. Podría ser una experimentación meritoria con la escatología y lo efímero. Esta afinidad que tengo con las heces fecales es curiosa, no sé por qué recurro a ellas con tanta asiduidad, pero lo cierto es que siempre se ha manifestado como una tensión divertida que ha relativizado todo aquello que, en principio, se gana la etiqueta de admirable o excelso. Ya de niño recurría a la visión recurrente de reyes, obispos y familias de alta alcurnia cumpliendo con sus elevadas tareas para luego buscar el contraste imaginándolos en sus retretes descargando lo grotesco.
Había un artista italiano llamado Piero Manzoni que recogía sus excrementos y los envasaba al vacío en latas de metal. Luego adhería su correspondiente etiqueta con un texto: «Mierda de artista. Contenido neto 30 gramos. Conservada al natural. Producida y envasada en mayo de 1961». Estaba escrito en diversos idiomas y con la firma del artista en la tapa para darle valor. Era un artista con renombre que había exhibió su obra en las galerías más famosas y en los mejores museos. Se le ubicaba dentro del arte conceptual, como no podía ser de otra forma, o del arte de acción, como bien evidenciaba su producción. Parece ser que llenó noventa latas con sus deposiciones y las vendió al peso de cotización que tenía el oro en aquel entonces. Lo cierto es que cuesta considerar esa acción como un hecho artístico, pero a mediados del Siglo XX Manzoni marcó tendencia.
¿Era mierda de verdad?
En esta supuesta hazaña cabía la posibilidad de que engañara al público y que todo fuera una gran mentira. ¿Quién estaba con él para comprobar su proeza? Lo más recurrente era pensar que introducía una bola de papel del peso marcado, treinta gramos, y luego decía que eran sus deposiciones. Pero nada de eso. No hizo trampa ni pretendía reírse del público con su insólita acción. Fue honesto –requisito indispensable para crear desde la verdad–, ya que, con el tiempo, algunas latas explotaron por la expansión de los gases.
Evidentemente, Manzoni produjo más obra sin atender a los rechazos biológicos de su cuerpo. Con su discurso creativo hizo una crítica burlona y sarcástica al mercado del arte, dispuesto a comprarlo todo a condición de que se estampara una firma.
Estos días la gente está especialmente creativa, hay talento y fantasía, el ingenio se les dispara y el sentido del humor que derrochan parece ser la mejor fórmula para combatir las adversidades. Ahora tenemos guantes y mascarillas para protegernos. A qué esperamos en dar forma al bloque de barro que crece en nuestro interior. Empezad modelando algo sencillo, una figurita o un muñequito, y luego, los más osados, los que aspiréis a tener vuestra esencia en una lata de conserva, haced lo mismo que Manzoni. 

miércoles, 29 de abril de 2020

CADÁVER EXQUISITO


47ª crónica de un confinamiento improvisado

¿Un gato francés maúlla igual que un gato español? ¿El maullar de los gatos es distinto dependiendo del país del que proceden ¿Y el ladrar de los perros?
Mis libretas están llenas de ocurrencias absurdas de ese tipo. Cuando algo capta mi interés, por muy tonto que sea, lo anoto. Pensamientos; ideas; palabras; frases que he leído en periódicos, revistas, libros; conversaciones… Todos los gérmenes de la creación son susceptibles para que en ellos quede suspendida una historia. Cuando me encallo en los arrecifes del proceso creativo me sumerjo en mis libretas con un arpón y trato de ensartar conceptos e ideas que entre ellos, muchas veces, no guardan ninguna relación. Lo que hago es combinar. De esa manera armo un texto y, ante esa diversidad de verdades que en su día anoté, doy rienda suelta a mi imaginación. Creo un cadáver exquisito con las sobras que hay en las aguas estancadas de mis libretas, ya que por sí solas no son alimento literario. Escribir me ayuda a buscar recetas que tengan que ver con la realidad y la verdad de mi vida. Ahora el mundo se balancea como un barco, y los que se marean como yo no tenemos más remedio que frecuentar lugares no humanos. Yo los llamo los «no sititos». Es una experiencia que os aconsejo que viváis al menos una vez.  
Ahora perdonadme, pero me ha parecido oír un ladrido que identifico con la voz del perro callejero que a veces viene a verme. No es como los demás perros. Desde que presto más atención a los detalles noto que habla con un hilillo de voz dulce, aguda y penetrante. Tiene un acento extraño. Yo diría que este perro no es de aquí. Seguro que es forastero.

martes, 28 de abril de 2020

LA LECHUGA DE VERÓNICA


46ª crónica de un confinamiento improvisado

Las tardes se convierten en un triste crepúsculo para aquellos que detectan en el sonido de las casas algo parecido a los estertores de una bestia moribunda. Para muchos es ahora cuando el cuerpo señala algo profundo; algo que ha ido incubándose con el tiempo. Lo relacionan con un extraño estado del alma. Nada que ver con el coronavirus. Cuando uno no se ha detenido nunca, es normal que la energía no haya canalizado adecuadamente y, en una situación extrema como esta, la pena pueda aflorar en cada suspiro. Son sufrimientos del tamaño de una pelota de ping-pong, y rebotan contras las paredes del órgano encargado en darle sentido a todo. La mayoría no son conscientes de nada porque no pueden gestionar lo que les ocurre. La gente de escasa sensibilidad diría: está como una chota, se le va la pinza, está para que lo encierren… Un sinfín de acepciones sobre la pérdida de las facultades mentales. Lo cierto es que el rebote constante de esa pelotita de ping-pong puede dañar el sentido común.
Verónica, la vecina del cuarto, llora y habla exaltada, casi a gritos, a través del patio de luces del vecindario. Estos días que no tiene más remedio que quedarse en casa, la observo mientras mece a una hermosa lechuga sobre su pecho y le hace carantoñas. Exclama: ¡Ay, qué cosita más preciosa y qué ojazos verdes me tienes! ¡Ay, cosita mía…! A veces le da por deshojar la lechuga y el pavimento del patio queda invadido por centenares de palomas torcaces ansiosas de alimento. Todos los vecinos, sobre todo los del primero, se quejan con razón de su insolencia y su desfachatez. No obstante yo la entiendo. Es de las mías.  

lunes, 27 de abril de 2020

ENJAMBRE MICROBIANO


45ª crónica de un confinamiento improvisado

Cuando algo se afloja en mi cuerpo he de ir al baño enseguida. Es una sensación que me abarca por dentro completamente.  Me entra un mareo parecido al que sufría de pequeño cuando subía a lomos de aquellos lastimosos ponis de feria que daban vueltas lentamente.
Hasta hace prácticamente unos años ese aflojamiento se debía a la actividad tóxica de mi cerebro por querer analizar obsesivamente cuestiones que no deberían ocupar ni un segundo de mi tiempo. Pero lo ocupaban. Durante mi adolescencia, esos pensamientos me removían tanto que podía evacuar tres o cuatro veces antes de que llegara el mediodía. El problema lo tenía cuando cogía el autobús por la mañana para ir al instituto. Sufría infinitos retortijones y no era capaz de aguantar mis flatulencias, por lo que, el compañero que se sentaba justo detrás de mí, el bueno de Marc, se los comía como un campeón y sin rechistar. Entiendo que algunas veces me guardara el sitio para que me sentara a su lado, pero yo no reparaba en su cortesía y me sentaba donde siempre. Me abstraía en la voz de mi ángel de la guarda; en las recomendaciones de ese amigo invisible que todos hemos tenido alguna vez. Durante el trayecto me decía que estuviera tranquilo, que ignorara mis miedos y que no me preocupara por ese enjambre microbiano que habitaba en mi estómago. Que con el tiempo todo iría desapareciendo, y que no tuviera ningún complejo, pues cagar en demasía nunca había sido algo por lo que preocuparse. La voz era cercana, suave, blanca, sin modulaciones, reconfortante como el zumbido de una abeja o el susurro del agua cuando sale del grifo. Llegué a pensar que tenía una resquebrajadura en el estómago o una inflamación gastrointestinal. Poca broma con los virus. Recuerdo que una gripe estomacal dejó tocada a toda la plantilla de un equipo de fútbol. 

domingo, 26 de abril de 2020

UN ÁRBOL HA VENIDO A VERME


44ª crónica de un confinamiento improvisado


Ante la confusión y el pánico la naturaleza animal tiende a correr, a empujar, a atropellar, a embestir, a arrollar, a pisotear, a derribar… En casos extremos una estampida humana no siente lástima. Sálvese quien pueda sería la máxima. Ojalá la naturaleza vegetal también pudiera reaccionar así y desprenderse del suelo para huir de un incendio o de cualquier amenaza.
El hombre no está prendido por raíces. Tenemos libertad de movimiento y en nuestra esencia no está permanecer enraizados a un territorio como los árboles y las plantas. Sin embargo nuestra evolución ha supuesto el peor castigo para los bosques, porque hemos talado sin control su leñosa y bella verticalidad y hemos provocado infiernos sin ser conscientes del daño.
Hoy podrán salir los niños a disfrutar de la naturaleza durante una hora. Para ellos será como el día de Reyes. Su inocencia no tiene la culpa de nada pero nuestra raza bípeda sí. Los humanos tendremos muchas virtudes si enfocamos nuestra percepción al talento individual, pero, cuando se hace un zoom y elevamos el foco de atención, el panorama global que se contempla en la piel del planeta evidencia una terrible plaga de aberraciones. No hemos podido progresar de otra manera sin herir a nuestros bosques y a nuestra flora. Aparentemente no sufren porque no gritan como los humanos. Su indefensión por hallarse agarrados al terreno ha sido su desgracia y nosotros hemos sido y somos su peor germen de destrucción. Por eso, ahora que nosotros debemos reducir nuestra movilidad para que otro microscópico virus no nos vapulee, sería bonito que las tornas cambiaran y que varias manadas de árboles ansiosos de venganza se desprendieran de la tierra y visitaran las urbes para castigar a aquellos insensatos que nunca han respetado a la madre naturaleza.

sábado, 25 de abril de 2020

IMAGINAR


43ª crónica de un confinamiento improvisado

No le pasa nada a la imaginación. Es la que es. Cada uno tiene la suya. Es así. No debemos avergonzarnos de ella, es preferible aceptarla tal como nos llega y dejarla fluir en nuestra mente sin pretender cambiarla o moldearla. Además es imposible.  No se puede. 
Yo a veces fantaseo con la idea de que la vida eterna podría conseguirse si a partir de ya, de este confinamiento nos comiéramos un huevo crudo al día haciéndole un agujerito en la cáscara y sorbiendo las proteínas de su interior. Mi imaginación ha querido también que, paralelamente, imagine a un señor misterioso sentado en un banco y una fila de personas que espera su turno para hablar con él. El tipo concede deseos y la gente le pide cosas. Yo también estoy en esa cola y cuando me toca le pido lo que ansío, la vida eterna, explicándole la obsesión que tengo con los huevos crudos para conseguirla. El señor misterioso me asegura que tendré lo que anhelo si robo un jamón ibérico en un supermercado y lo regalo a un vagabundo. También me aconseja que abandone la idea de los huevos porque eso no conecta con hacer el bien al prójimo, únicamente, si se diera el caso, lo haría a uno mismo. «¿Y qué pasa si no quiero robar ese jamón ibérico que usted me dice?», le pregunto. «Pues que no tendrás lo que deseas», me contesta.
¿Y vosotros qué imagináis? ¿A qué estáis dispuestos para conseguir lo que anheláis?


viernes, 24 de abril de 2020

OJITOS DE CEREZA


42ª crónica de un confinamiento improvisado


En tiempo de Coronavirus y mascarillas los ojos son manzanas, ciruelas, melocotones… Son frutas dulces y despiadadas que ya no apartan tanto la vista.
Conduzco cada mañana para ir al trabajo y pienso que algún día van a pararme para que justifique mi trayecto. Soy gafe. Hoy mismo ha pasado eso. Los ojos de los agentes eran enormes como naranjas. Algunos tenían una apariencia dulce y bondadosa y otros eran perversos, sin muestras de humanidad ni compasión. El agente que se ha dirigido a mí lo ha hecho de muy malas maneras, malhumorado, con el ceño fruncido y la mirada amarga como dos limones podridos. Bajo la mascarilla he imaginado una mueca perversa y maliciosa, con ganas de pillar a los que no tienen la documentación requerida para poder trasladarse al trabajo. Yo la llevaba, por supuesto. Sin embargo he querido poner a prueba a este agente desalmado que, seguramente, estaba viciado por otros problemas. Conmigo no ha sido respetuoso, ha utilizado un tono inapropiado y una retranca prepotente exenta de amabilidad. En todos los sectores hay individuos que no saben comportarse como seres humanos. En este caso he creído que lo más oportuno era jugar un poco con él. Así que me he hecho el tonto y me he inventado una excusa insostenible para chincharlo. La crispación se reflejaba en sus ojos alimonados y su evidente mala leche lo ha llevado a querer multarme. Entonces, cuando ha sacado su libreta para hacerlo, me he venido arriba y le he mostrado el documento requerido, como si estuviera jugando una partida de ajedrez y, ante sus narices, le plantara un fulminante jaque mate. Sus ojos perplejos se han visto arrasados por la turbación y el desconcierto y yo, con mis ojitos de cereza, he esperado a que me dijera que podía seguir adelante.    

jueves, 23 de abril de 2020

SOY LO QUE COMO


41ª crónica de un confinamiento improvisado


Anhelo ser la pintura de El grito de Edvard Munch y gritar sobre un puente. Podría hacerlo en cualquiera de los dos pequeños puentes que cruzan el estanque de mi pueblo. Ya he gritado demasiadas veces en casa y en el balcón. Bramar sobre esta pasarela de madera es un deseo realizable, así que un día que llueva o haga mal tiempo elegiré el momento más decadente para chillar a esta tierra de locos. Luego aprovecharé para ir a comprar y seguiré con mi feliz decadencia. En el supermercado pensaré en la muerte o en el declive de la humanidad mientras la cajera pasa la compra por el sensor. Si analizamos los productos que elegimos puede hacerse una valoración aproximada de nuestra psicología y de nuestra conducta. Yo siempre compro lo mismo. Tengo una serie de alimentos que me representan como consumidor y de ahí no salgo. El brócoli es uno de ellos, igual que los pepinillos en vinagre y otros víveres enlatados que no quiero enumerar por vergüenza. No quiero revelar que, efectivamente, soy lo que como. 

miércoles, 22 de abril de 2020

LA LLAMADA


40ª crónica de un confinamiento improvisado


Esta madrugada me he despertado por un intenso picor en el tobillo. Tenía una erupción: una de esas ronchas que sale cuando nos pica un mosquito. Podía rascarme pero no lo he hecho. He aguantado. He pensado que evitando esa tentación me demostraría a mí mismo valor y fortaleza. A veces es propio de mí contener una acción fisiológica. Es una soberana estupidez, pero en ese momento quería mantenerme impasible a la voz del cerebro que no paraba de decirme: ráscate, ráscate, ráscate…
De repente ha sonado el teléfono fijo. Me he asustado. Pocas veces suena. El reloj de la mesita marcaba las 5:45h. Quién podía llamar a esa hora. Enseguida he pensado en mis padres y que algo les había pasado. He dado un salto de la cama y me he plantado ante el aparato. Lo descuelgo. ¿Sí? ¿Diga?... Se oía una respiración sofocante y entrecortada. ¿Mamá, papá? ¿Sois vosotros? Durante varios segundos he estado pendiente de un hilo. He preguntado varias veces quién era, pero no recibía respuesta. Se me ha hecho un nudo en la garganta y mi corazón latía descontrolado. Me temía lo peor. Pero al final, el resuello ahogado y lastimoso se ha convertido en una voz desconocida, la de un adulto de mediana edad. Así lo he intuido. He respirado aliviado y he descartado la posibilidad de que la llamada haya sido de mis padres. El individuo que estaba al otro lado de la línea me ha anunciado su propósito de suicidarse. «Estoy desesperado y voy a suicidarme», me ha dicho. Ese ha sido su mensaje. Entonces, la sensación de picor que prácticamente había desaparecido de mi tobillo ha vuelto a activarse y a desplegarse por todo mi cuerpo. He pensado que acercarse al prójimo en una situación extrema como esa era moverse en la escala de grises de la vida, pero a esa hora y con la intensa comezón que me invadía, no estaba preparado para infundir ánimos a nadie. Así que, haciéndome el loco, le he dicho que ha llamado a una casa particular y que se había equivocado de número. 

martes, 21 de abril de 2020

UN JERSEY DE ROMBOS


39ª crónica de un confinamiento improvisado


Me quedo inmóvil delante del espejo del cuarto de baño observando mi apariencia. Abro el grifo y dejo correr el agua. El sonido estimula la nostalgia que me excava por dentro. Recuerdo un pasado trágico. Mis ojos generan un parpadeo rápido y la esclerótica se humedece. A veces una voz interior rememora mis traumas y golpea las paredes de mi conciencia para comprobar si los he superado. Qué curioso es todo. Si el alma deja de estar inválida la mirada se vuelve positiva.
Ahora el mundo es de cristal y la humanidad se clava las esquirlas que han quedado suspendidas en el aire por la detonación de un virus. Somos frágiles, de carne y hueso.
Antes de los aplausos de las ocho me cortaré el cabello y me vestiré con un jersey de rombos. Son aconsejables pequeños cambios de imagen. Mejor eso que inventar miedos. La sensación de angustia que generamos por la presencia de un peligro, ya sea real o imaginario, no tiene nada que ver con capacidad de ser creativos. Solo es una manera de perforar a nuestro cerebro, para despertar lo sombrío de la mente y que nuestra mirada se pierda en cualquier punto de la nada.
Hoy seré el hombre que fue lunes y mañana el que fue martes. Así hasta el final de mis días. No me entristece que pase el tiempo ni que los azules del cielo vayan deviniendo a grises. Miraré en derredor como si el paisaje fuera bello, nunca será peor que la negrura de vivir entre las tinieblas de la mente. Por eso me siento capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo y de dominar el decaimiento. Soy un hombre efervescente. Así lo demuestra esta orina que expulso con la fuerza de un sifón, que hace borbotear el agua amarilla del inodoro.

lunes, 20 de abril de 2020

¡VIVA!


38ª crónica de un confinamiento improvisado

Hay un vecino al que veo todos los días. Siempre va vestido con la misma camisa amarilla y roja. Es muy fina, parece de seda. La lleva un poco abierta, con estilo. Lee el periódico en su terraza con unos quevedos como los míos, acostado sobre una hamaca de playa. Parece metódico en sus tareas. Lo digo porque cada día, a las ocho de la tarde, igual que hacen muchos vecinos, elogia el trabajo y el coraje de los sanitarios aplaudiendo. Cuando cesan los vítores, se planta mirando al frente, apoya su mano derecha sobre el pecho y entona el himno. Lo hace son sentimiento, proyectando su voz como un cañón. Lo tararea, o mejor dicho lo «lalalea», ya que carece de letra y lo canta como el público enfervorecido de los campos de futbol, como un hincha que apoya a muerte a su selección. Durante unos minutos solo se escucha el cántico. Ya es habitual en nuestra calle. Cuando acaba permanece en silencio unos segundos y grita con fuerza viva España, esperando una respuesta por parte de la gente de los balcones. Pero nunca se produce la interacción. Me da pena que esa situación se repita una y otra vez y que nadie lo acompañe. Me lo imagino cada noche desvistiéndose en su habitación, colgando su camisa favorita en una percha del armario, deseoso de volver a ponérsela por la mañana. En estos treinta y ocho días de confinamiento tengo el convencimiento de que no la ha lavado; nunca se la he visto tendida en las cuerdas de su terraza. ¿Eso no sería una falta de respeto a los colores? En fin. Una falta de higiene seguro. Mañana trataré de contagiarme de su entusiasmo patrio. 

domingo, 19 de abril de 2020

ESTAR EN BABIA


37ª crónica de un confinamiento improvisado


Hoy es la festividad de Sant Antoni. Un día emblemático para nuestra localidad, pues la mayoría de peñiscolanos siente la llamada de esta romería y la disfrutan con emoción en la ermita situada en plena Serra d’Irta. Este año la llamada ha sido otra: ¡Quédate en casa!
Al menos el olor a lluvia nos limpia. Desde la cama escucho como cae el agua por el patio de luces y pienso en los nombres y apellidos de cada una de las incontables víctimas que mueren cada día. A nadie le gusta pensar en la muerte. No obstante, es la única verdad de nuestro destino. Cada mañana siento como me observa una pequeña nave espacial con ojos y boca, un ovni de ir por casa con dos luces. Es el plafón de cristal del techo que me mira con cara de circunstancias y parece que silbe un airecillo de optimismo.
Ahora estaría en la ermita, en plena naturaleza, dando tumbos por la concurrida plaza, hablando con gente con la que nunca hablo, al son de la música de una orquesta que no sabe muy bien dónde se ha metido, sin pensar en lo qué haría mañana ni en expectativas a largo plazo, ebrio de cerveza y de los cubatas que habría ido lanzando al cielo. Sin embargo, permanezco estirado en la cama, borracho de sábanas y barruntando si es posible cambiar el rumbo de nuestro sino. 
No hay lógica en los destinos. Y no hablo de la muerte, pues esa suerte es irremediable. Sino del patrón que intuimos y prevemos en nuestra vida para que vaya cumpliéndose en función de nuestras vivencias y nuestra voluntad. Me gusta creer que hay un destino equitativo: tanto ofreces, tanto te espera. Nuestros caminos están mínimamente esbozados y, en principio, siguen una la trayectoria que nos marcamos. A menos que hagamos algo imprevisible e irracional que cambie el orden de las cosas. ¿Cuántas veces hemos sentido la fragilidad y la tentación de hacer una locura desde lo alto de un despeñadero y desfigurar ese orden?
La naturaleza es caprichosa. Hace un quiebro y nace una pandemia capaz de alterar los destinos alegremente preconcebidos de la raza humana. Es posible que esté en Babia porque nunca he tocado con los pies en el suelo, pero la lección moralista que extraigo de los males que subyacen en nosotros siempre guardan una estrecha relación con los verbos ser y tener.

sábado, 18 de abril de 2020

LA EVOLUCIÓN


36ª crónica de un confinamiento improvisado


Hoy es sábado. Qué asunto puede ser tan urgente como para no poder almorzar con amigos. Ya lo sabéis. El miedo moviliza a la humanidad para que nos quedemos en casa. Sin embargo las situaciones más graves siempre han tratado de solucionarse alrededor de una mesa, comiendo y bebiendo. Por ahora: hogar dulce hogar. Y yo no puedo quejarme. Tengo algunas ventajas sobre las familias y las parejas porque, en mi caso, si nace el conflicto, solo por el hecho de convivir conmigo mismo, se hace bastante más llevadero.
Puedo mantenerme horas y horas sentado en una silla frente al espejo y percibir el crecimiento de mi barba. Pocos son los que aprecian ese avance imperceptible. Es paradójico, ¿no? Las personas deberíamos ser capaces de ver el mundo a cámara lenta para valorar lo maravilloso que puede ser el movimiento inestimable de la naturaleza. 
Con mis quevedos apoyados en el vértice de mi nariz puedo filosofar a través de la escritura y disfrutar del proceso creativo. Cuando me atasco paro un momento y miro por la ventana. La calle me da pistas porque representa al mundo. Y más ahora. Viajar nunca ha sido necesario. El alma, si está contenta, puede sentirse plena con una débil expectativa. 
Así me sentía almorzando con un grupo reducido de amigos. Nunca he sido amigo de las masas ni de buscar el amor verdadero. Pero, estos días, comprar en el mercado y ser atendido por una joven de ojos verdes y su mascarilla estampada me ha tambaleado por dentro y se ha construido en el aire un misterioso infinito. ¿Es necesario el amor? Cuando termine todo esto espero que, al menos, no necesitemos de todos los sentidos, ni del olfato ni del gusto, y que la naturaleza, en su lenta e imperceptible evolución, sepa hacernos entender que con un ojo tenemos suficiente.

viernes, 17 de abril de 2020

TRES SUEÑOS


35ª crónica de un confinamiento improvisado


Desde que he vuelto a trabajar he soñado tres veces consecutivas con los mismos ojos. Justo las veces que me he cruzado con la joven poseedora de ellos, pues, para evitar riesgos, su rostro iba cubierto por una mascarilla, y su lánguida mirada fue lo que más llamó mi atención. Eran profundos, bellos, y contenían un cielo que lloraba.  
El primer sueño lo tuve el pasado martes y vi como esos ojos de mujer se avivaban en el rostro de un hombre que se limpiaba los dientes frente al espejo con el ímpetu y el brío que le marcaba el inicio de la Sinfonía núm.5 de Beethoven. 
En el segundo sueño, esos mismos ojos, azul verdosos y de largas pestañas, estaban encajados en la mirada asustadiza de un perro callejero que aullaba a mi ventana.
El último fue el de ayer, y, como en las anteriores ocasiones, esos globos oculares se incrustaron en la rugosa corteza de un árbol, en la parte media del tronco de un olmo. Su pupila se dilataba y se contraía en impulsos nerviosos y su esclerótica pasaba de una palidez lechosa a un purpura cruento. Sus ramas se agitaban, trataban de aplaudir pero se enredaban, y de su boca resinosa manaba un chorro de palabras: «tengo la solución para detener el coronavirus», repetía desde la espesura de su copa.
Hoy es viernes, espero seguir soñando con esos ojos. En ellos adivino un sol amarillo cada mañana o que las nubes presagien despojos.

jueves, 16 de abril de 2020

NI PIES NI CABEZA


34ª crónica de un confinamiento improvisado

Esto es lo que hago: dar vueltas alrededor de un taburete y subirme en él. Si algún vecino me ve pensará que estoy haciendo deporte. No apreciará que estoy triste. Me gustaría tener la voz de Leonard Cohen para infundir respeto a ese bicho imperceptible que nos anula. Ya tenemos suficientes detalles del miedo.
Voy a dibujar una caricatura mía sobre un pequeño papel que tenga las dimensiones aproximadas de un sello. Resaltaré mi alopecia, mis mofletes de cerdo y mis orejas pandas. A continuación pegaré mi diminuta creación en el carnet de identidad o en mi permiso de conducir para alegrar a los agentes que me paren de camino al trabajo o volviendo a casa. Nos echaremos unas risas. O eso o llorar. Ojalá tuviera las lágrimas contenidas en los juanetes. Ya está bien de tenerlo todo en la cabeza. Quiero pensar con los pies y expresar mis emociones a través de las articulaciones del tarso y el tendón de Aquiles. O que se me duerman otras partes del cuerpo que no sean las de siempre. Podría dormírseme un rato el cerebro o el corazón o los pulmones; ellos nunca duermen. Alguien con solera debería tirarme las cartas del Tarot y predecir mi futuro. ¿Recorreré el mundo sobre una tortuga? Esta crónica no tiene ni pies ni cabeza.
Me voy a mi cuarto, ahí soy alguien. 

miércoles, 15 de abril de 2020

LA CIUDAD CAGADA


33ª crónica de un confinamiento improvisado


Esta noche me he dormido con las gafas puestas y he soñado raro pero muy nítido. Mis ojos se volvían hacia dentro y alcanzaban una óptica sanguínea y lechosa. La visión girada ha permitido que viera una telaraña de gargajos sanguinolentos y, pegada a ella, una semiesfera de sebo blanco: mi cerebro.
Ser absorbido por esta ceguera blanca ha supuesto dar cuerpo a la esencia secreta de mi subconsciente y adentrarme hacia un mar de gránulos que, al final, ha resultado ser una ciénaga pestilente y viscosa de heces del color de la nieve, creadora de epidemias e infecciones para el intelecto.
En esa charca podía andar sin hundirme y estaba habitaba por cientos de cisnes negros sin pico. Y tantos ojos acechándome, sin una nariz ni una boca, petrificaban mi retina por verlas como aves alienígenas. Aun así, la dureza de mi membrana ha actuado como una lente de aumento para que divisara en el horizonte otra perspectiva, un porvenir, una ilusión. Y, en efecto, a lo lejos he atisbado una silueta: una ciudad cagada por una nube colmada de estorninos.

martes, 14 de abril de 2020

SABIOS


32ª crónica de un confinamiento improvisado


Hoy he vuelto al trabajo. Así lo ha creído conveniente el gobierno. Justo en el momento en que el aburrimiento sacaba lo mejor de mí y pensaba que vivir esta experiencia sería una gran prueba, un sueño hecho realidad y una fabulosa oportunidad para entender la vida.
Se me han acabado las mañanas de conciertos con la Filarmónica de Berlín mientras hacía sin prisas la cama y me abandonaba a mis pensamientos. Ahora tendré que escribir estas crónicas por la tarde, después de comer. Esta por ejemplo.
No puedo quejarme. Mi nuevo trabajo es estupendo. Realizo tareas muy diversas: creativas, mecánicas, de todo tipo, pero siempre delante de un ordenador. Aunque los días que vamos al almacén para hacer inventario, me pongo el mono de trabajo y se convierten en físicas. El trabajo lo tiene todo. Me ha caído del cielo. La única pega, por encontrarle alguna, es que he de coger el coche cada mañana y desplazarme al pueblo de al lado que está a siete kilómetros. 
Somos seis trabajando y todos seguimos a rajatabla las normas de seguridad e higiene recomendadas. El editor en jefe está en su despacho y siempre deja la puerta abierta; los demás estamos ubicados en la oficina contigua a la distancia de separación requerida. Supongo que ya habréis adivinado que trabajo en una editorial. Quién me lo hubiera dicho. Al principio trataba de ser recurrente y soltaba alguna gracia de las mías para simular un sentido del humor a la altura de estas entidades que difunden la lingüística. Con los días me di cuenta de que no era necesario. Mis compañeros son gente seria y sencilla que están por el trabajo, pero, como yo, cuando toca, se ríen de la escasa intelectualidad que pueda suscitar un chiste malo. El «jefe» manda como le gustaría ser mandado: sin imperativos y sin alzar la voz, infundiendo ganas y confianza. Manda sin mandar. Eso es lo que hace. Conozco a pocos que les dé resultado esta manera de hacerse valer. Para mí es patético ver alardear a los sabelotodo sin darse cuenta del nivel de vanidad que procesan. Los escasos sabios que he ido conociendo en mi vida nunca han pretendido ser maestros de nada, sin embargo, han enseñado como tales sin pretenderlo, porque siendo como son alcanzan un nivel que va más allá del conocimiento. Mi jefe es humilde y se pone en la piel del otro. Ni impone ni presume de nada. Delega las tareas con amabilidad, siempre dispuesto a camuflar las torpezas y las imprecisiones que puedan surgir durante las primeras semanas. «Tranquilo, tú ve haciendo», me dice, «poco a poco ya lo irás cogiendo todo».
¿No es eso digno de un sabio?

lunes, 13 de abril de 2020

SILBAR


31ª crónica de un confinamiento improvisado


Silbar es una de mis facultades. Lo llevo haciendo desde pequeño gracias a mi abuelo. Cogido de su mano he imitado la voz de los pájaros, y la alegría que sentíamos nos convertía a los dos en gorriones. Tengo una hermana flautista. Mis padres nos apuntaron a clases de solfeo en la academia de música que había en el pueblo. Yo destacaba, sin embargo la que acabó convirtiéndose en profesional fue mi hermana. Toca en una orquesta sinfónica. Pero he de decir que su manera de silbar no es tan precisa como el mía. Yo me perfeccioné técnicamente a base de repetir el repertorio de flauta que ella ensayaba obstinadamente; también adquirí agilidad sonando por encima de los conciertos clásicos de los grandes compositores y, por supuesto, con toda la miscelánea de estilos que sonaban en la radio.
Hubo un tiempo que silbaba por la calle para que algún entendido apreciara mis gorjeos y me fichara como un virtuoso solista. Hace tanto de esas tontas fantasías. Ahora solo silbo cuando estoy contento, y en mi casa. La música cura porque circula por una vía subterránea distinta a la versión que tenemos de la realidad, y yo, que soy un soñador obstinado, tengo la convicción de que el mundo se percibe con más seguridad si la música está presente.
¿Alguien ha escuchado el famoso Bolero de Maurice Ravel?
Hay muchos paralelismos con la progresión infecciosa del coronavirus. Su musicalidad se asemeja a la línea ascendente de la curva y al pico de los gráficos médicos de este brote pandémico. Hoy he silbado este bolero sin reparar en esas coincidencias. Al principio, el sonido pasaba a través de mis labios fruncidos con suavidad, manteniendo latente la tensión y pasando por las diversas modulaciones de cada instrumento de viento. La pieza de este compositor francés se caracteriza por mantener un ritmo y un tempo invariables, repitiéndose una y otra vez la misma melodía y sin ninguna modificación. Mientras la música sonaba de fondo, el bloque de aire exhalado ha ido modulándose en las paredes de mi cavidad bucal hasta llegar al contraste melódico, al cambio tonal. Mi capacidad para articular la variación ha ido in crescendo, proyectando cada nota como si apuntara a una diana invisible. La música ha tomado el cuerpo de una bola de nieve que se agigantaba en cada giro. He sentido la emoción en la ejecución de cada insistente bloque y me he venido arriba, apurando tanto mis fuerzas que notaba el ahogo, la falta de aire. Se han juntado las ganas de toser y un dolor punzante en el estómago, y mis sienes ardían, latían involuntariamente por la tensión acumulada. La exaltación golpeaba con fuerza a mis sentidos. Sentía el goce y la tortura. Me embargaba un enorme sentimiento de placer y unas irrefrenables ganas por evacuar tanto por arriba como por abajo. Náuseas y retortijones. Una gran conmoción. Una fiebre álgida. Un clímax. El estallido final.

domingo, 12 de abril de 2020

ACTO BAUTISMAL


30ª crónica de un confinamiento improvisado


Treinta días ya. Un mes en casa y sigo aseándome con el viejo recipiente de porcelana que perteneció a mis abuelos. Cada mañana me meto en la bañera y chapoteo en el agua templada que lo colma. El paso de los días se convierte en un volver a nacer. Me recuerda al Día de la Marmota que transcurre en aquel maravilloso film de los noventa, Atrapado en el tiempo, donde el protagonista, Bill Murray, está condenado a la repetición del mismo día un pequeño pueblo de Pennsylvania.
El desfasado modo con el que me lavo diariamente no es propio de los avances de nuestro tiempo, sin embargo, mis fuerzas y mi energía se ven renovadas gracias a esta palangana y al cazo donde caliento el agua. La situación hace que considere mi higiene como un curioso acto bautismal y, en mi mente, me vea a orillas del río Jordán donde Juan Bautista bautizó a Jesús. Quizás, estos días, por coincidir con la Semana Santa y hallarme recluido entre cuatro paredes, hacen que viva esta fantasía con más intensidad y sienta la solemnidad por verme en la misma tesitura que Jesús de Nazaret.
No pretendo restarle trascendencia a este episodio que se relata en el Nuevo Testamento, pero, tras lavarme las zonas íntimas y las más inaccesibles, alzo la palangana sobre mi cabeza y dejo que el agua jabonosa se derrame por mi cuerpo. Es una epifanía reservada que transcurre en el lugar más sagrado de mi casa. Nadie más puede dar fe de ello porque no participa ningún acólito, ni ángeles ni santos, únicamente mi soledad y yo. El culto a mi ser es mantener limpia mi sustancia física y mi alma. Así, los fieles que lo deseen podrán repasar en mis escritos las penitencias que tuve que pasar durante la condena hogareña.
De modo que hoy, Domingo Santo, día 12 de abril de 2020 y año del COVID-19, un servidor, confiado en que el alma y la materia forman una unidad y seducido por la idea de que la verdad reside en espiritualizar lo corpóreo, hace constar en su treintava crónica de un confinamiento improvisado que sigo sobreviviendo y renaciendo cada día en mi casa, a pesar de la terrible pandemia y del termostato averiado. 

sábado, 11 de abril de 2020

SOLO DE VIOLÍN


29ª crónica de un confinamiento improvisado


Cuando estoy triste me tumbo en el sofá y me quedo abrazado a la paleta de jamón ibérico que vive conmigo. Mi nariz se pega a sus fragancias y respiro otro paisaje. Ahora vivimos enjaulados en nuestras rutinas; no nos queda otra. Por eso lo mejor es dormir. El sueño es capaz de modular las costumbres diarias para no acabar enloquecidos; es el paréntesis que necesitamos para ordenar nuestros desequilibrios. Para coger el sueño a mí me va bien tener la televisión encendida. Dejo el canal de informativos y sus voces me relajan. Tienen un ritmo constante, una cadencia agradable que me balancea suavemente y siento que soy un bebe al que le cantan una nana. Hasta que una voz sobresale. ¡Atención. Última hora!
Cuando eso ocurre me espabilo de golpe. ¡Escucha, va a hablar el presidente!, le digo a mi querida paletilla. Entonces acomodo su aromática carne entre el cuello y mi hombro izquierdo y la pinzo con la barbilla; inclino un poco mi cabeza y sujeto el extremo de su pata con mi zurda para que su cuerpo curado quede bien extendido. Luego cojo el cuchillo jamonero que tengo sobre la mesa y lo sostengo con el pulgar derecho y los dedos. El cortante filo lo dejo descansar sobre el tocino mientras me mantengo expectante. Dispuesto a tocar. A ver qué noticias trae. 

viernes, 10 de abril de 2020

VIVOS Y MUERTOS

28ª crónica de un confinamiento improvisado


Las señales más frecuentes de los muertos suelen ser mensajes positivos diciéndonos que están bien y que nos protegen; que no debemos sufrir por ellos ni por nada; y que todo irá bien. Rara vez son mensajes negativos que infundan mal estar. Los muertos son optimistas por naturaleza. Intentan aliviarnos del peso de la realidad. Y es cierto. Mi abuelo y mi abuela eran los propietarios de la casa donde vivo y no paran de expresar lo contentos y orgullosos que están de que sea yo el que la habite. Me han hecho muy feliz, pues ahora me vería pagando una hipoteca.
No es tan extraña la comunicación entre vivos y muertos. Creo que acoger este tipo de fenómenos nos hace más humanos. Ellos, los difuntos, que normalmente suelen ser familiares, nos hablan y se dejan ver, e incluso cambian su estado traslúcido por otro más corpóreo para que podamos tocarlos y abrazarlos, aunque ahora, a pesar de que ellos no tienen nada que perder, también respetan las normas de la cuarentena.
Debemos aceptar que no estamos locos si vemos u oímos este tipo de revelaciones. Las vive mucha gente. A veces, cuando doy por perdido o desaparecido algún objeto, mi abuelo, que es un cachondo, me hace señales para que lo encuentre. Tuerce o descuelga los cuadros del comedor, apaga y enciende las luces, da portazos, conecta la tele, la radio, la lavadora, que sé yo. Primero me asustaba pero luego supe que era él. Son inconfundibles sus ocurrencias. Al final, cuando se cansa de hacer el tonto, me marca un camino con bolitas de suciedad que recoge del pasillo para que dé con el objeto. Mi abuela es distinta. Es cerrada, más seria, y va a la suya. Es devota a sus santos y a sus rezos. No es de gastar bromas ni de hablar mucho. Es más introvertida. Pero ayer mismo, 9 de abril y jueves santo, con esa capacidad que tiene para atravesar paredes, la vi eufórica y fervorosa aporreando un cazo en el balcón  de enfrente.

jueves, 9 de abril de 2020

ANATOMÍA AZUL CIELO

27ª crónica de un confinamiento improvisado

Duermo en dos asaltos. Empiezo en el sofá después de cenar y, sin ser consciente, acabo en mi cama a no sé qué hora de la madrugada. Durante el día me arrastro por los cuadriláteros de mi casa como un luchador que combate el aburrimiento y batalla con un dolor punzante en el cuello. Ese ha sido mi premio: una tortícolis que llevaré a cuestas varios días.
Miro al frente como la Gran Esfinge de Guiza y me permito tímidos giros a la izquierda y a la derecha, pero no puedo contemplar el trocito de cielo que antes podía apreciar desde la ventana. Eso sería suficiente para llenar el día. Todos los azules del azul cian están en el cielo, y, si percibes bien los matices, dependiendo de las sombras y la luz que arroja el día, se descubren otras gamas bellísimas. Tengo una sensibilidad especial con los colores.
Hoy es ayer, pero sumándole esta incómoda contracción a mi cogote. No obstante, la rigidez adquirida en la nuca permite que pueda encararme a la pantalla del ordenador. Es la ventana que me ha permitido navegar y descubrir los incontables músculos que forman el interior de mi pescuezo, y he apreciado una fisiología llena de rasgos afines a la anatomía de los azules que hay en el cielo. Quienes apreciamos lo particular de las particularidades vemos un mundo donde otros no ven nada. Es normal, pasa en todos los terrenos, y eso no es ninguna novedad que nos haga especiales, solo que cada uno ha elegido la singularidad de una naturaleza para tener una experiencia profunda con ella.
Yo elegí pintar. Por eso concedo preferencia a los colores e, incluso, si me apuras, a esta extensa lista de músculos que este oráculo cibernético tiene a bien mostrarme. El más robusto tiene veintidós letras. Se denomina esternocleidomastoideo. Qué maravilla de palabra. Sus tejidos se insertan en el esternón y la clavícula. Hay muchos tejidos fibrosos que se contraen en esta pequeña zona y todos tienen una función específica. La naturaleza humana es, en sí misma, un milagro, por eso no puede ser que Dios no exista.
Ahora vivimos una especie de paréntesis en el tiempo para mirarnos el ombligo. Yo lo hago desde mi casa –no hay otra manera– escribiendo mis vivencias, aunque parezcan excéntricas y raras, pues si existen en mí, seguramente, existirán en todos. Lo íntimo se hace universal si se escribe con esa intención; igual que la pintura se convierte en arte. Prefiero arañar en alguna sensibilidad que estar pendiente de la contabilidad de las desgracias diarias. Es durante la cena cuando a través de los informativos actualizo o refresco los datos de esta terrible pandemia.
Presiento que este verano alcanzará la melancolía del invierno. Las terrazas estarán deshabitadas de turistas y las ocas del estanque camparán alegres por sentirse dueñas de un pueblo fantasma. Estamos viviendo con perplejidad una ciencia ficción con tintes de película, pero cuando todo esto acabe y tomemos distancia la veremos como un drama histórico real, un tiempo indeseable del mundo.

miércoles, 8 de abril de 2020

UN KILO Y MEDIO DE FELICIDAD


26ª crónica de un confinamiento improvisado

La felicidad está en el kilo y medio de grasa que todos tenemos en el interior del cráneo. Es esa especie de mazacote o gelatina blanda que ocupa la zona anterior y posterior de la cabeza. Presenta la consistencia del tofu e incluso llegó a ser un apetitoso manjar para Hannibal Lecter, el personaje caníbal de la película de Ridley Scott que dirigió en 2001. En este film, este genio desequilibrado, y psiquiatra de profesión, le practica una craneotomía a la víctima que tiene sometida bajo los efectos de las drogas, y con un bisturí le va cortando trocitos de su propio cerebro para ofrecérselo salteado en mantequilla y hierbas, igual que se lo ofrecería a un niño. La escena es sobrecogedora. Solo de pensarlo se me electrifica el cuerpo.
El cerebro se enamora y se intoxica; se llena de pensamientos malos y sufrimos; el cerebro nos controla, somos él, somos ese kilo y medio de grasa laberíntica; y eso jode mucho. Yo no quiero ser mi cerebro. Mi voluntad lucha para mantener una buena conexión emocional con el entorno, ya que solo así se conecta con la ilusión. Cada uno tiene sus recursos. Tantos cerebros, tantas personas. No hay ninguno igual. Yo soy espiritual y abstracto, más próximo a lo intangible del alma. Pienso que mis padres, seguramente sin pretenderlo, basaron mi educación en la fe (cristiana) más que en la razón. Por eso quiero ser, y soy, positivo ante estas situaciones adversas. Mi carácter tiende a proyectar un porvenir esperanzador, aunque, por otro lado, mi sentido del humor se agarra a las vertientes catastrofistas y siniestras por poseer el conflicto.
En una de las Contras de la Vanguardia (es una página destinada a curiosas entrevistas de cariz filosófico e intimista que suele ir ubicada al final de algunos periódicos) leí que la felicidad tiene que ver con la actividad del cerebro. Decía que el cerebro es una especie de generador eléctrico y el pensamiento la luz que emana. De ahí que nuestra alma sea una exhalación de nuestra masa cerebral, como lo es la luz de la electricidad.
¿De qué sirve trabajar cara el público si no atiendes a la gente con cierta alegría?
Me gusta pensar que el coraje se demuestra en ese tipo de acciones y acercándonos a los desconocidos como si fuesen buenos. Decantarse por el mal es tan fácil. Muchos dirán que así es la vida, que así es la realidad en la que vivimos. Y puede ser. Ojalá cada uno podría curarse a través de su propio cerebro. 

martes, 7 de abril de 2020

HACER LA CAMA


25ª crónica de un confinamiento improvisado

Hacer la cama cada mañana durante estos días de presidio casero es un quehacer que ha marcado aún más mi carácter perfeccionista y meticuloso. No es una tarea fácil porque me obceco demasiado en el procedimiento, y, aunque el cometido es sencillo, se convierte en una labor obsesiva. Lo duro es llevar a cabo la sucesión de fases que mi yo me recalca con voz de sargento. Nivelar la altura de las sabanas y la colcha respecto al suelo es lo más difícil. La simetría es la que manda en esta chifladura matutina. Y yo la acepto porque la veo como una manía tonta, como una obsesión de ir por casa que solo pretende dejar la cama perfecta.
Aprovecho para oír música. Hoy he escuchado el concierto entero para piano y orquesta en Si bemol menor, op.23 de Tchaikovski. He tenido algunos problemas con los pliegues rebeldes del cubrecama y también con la funda del cojín por encontrármela manchada de sangre de mosquito (al mover la cabeza mientras duermo acabo con ellos sin darme cuenta). He necesitado los treinta y seis minutos que dura la pieza para dejar lista la cama. Me ha costado bastante, sin embargo ha sido una exaltación para los sentidos, ya que iba al son de la música y el azar ha querido que colocara los dos pequeños cojines que decoran mi cama como la guinda final en el cabecero, justo al término del allegro con fuoco del tercer movimiento, en el punto álgido donde el pianista, al igual que yo, llega a la culminación del trabajo bien hecho.

lunes, 6 de abril de 2020

EL AMOR TIENE ALGO DE ASQUEROSO


24ª crónica de un confinamiento improvisado

Fernando Pessoa decía en su Libro del desasosiego que no se ama con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento.

Así lo siento yo. Quizás porque tenga la mentalidad de un viejo o porque viva solo y conviva felizmente con la soledad, como si fuera mi otra mitad. Ella y yo somos dos y nos avenimos bien. Creo que siempre he sentido la melancolía del ahora como una morriña del tiempo que no se despega de mí. Quizás la provoque algún tipo de padecimiento moral y se instale en las almas frágiles que advierten el paso del tiempo como una tristeza. Sin embargo, hay personas incapaces de estar solas y nunca han sentido la nostalgia del presente. Yo añoro a mi madre en vida. Supongo que eso es quererla. 
Si la salud nos acompaña veo estas semanas de aislamiento como un enriquecimiento vital. El sexo también lo es para quien esté acostumbrado a tenerlo. Durante el confinamiento se practica bastante. Doy fe. Oigo las vibraciones de los empotramientos y los jadeos de la pareja que lo hace a todas horas en la habitación contigua a mi dormitorio. Es un acto carnal, portentoso, excitante, necesario. Pero, en realidad, este placer no es la verdadera demostración del afecto, al menos la más excelsa. Mi abuelo quería mucho a mi abuela. Mucho. Tanto que durante una temporada en la que la pobre no podía ir al baño –pues estuvo más de dos semanas sin poder evacuar–, él, al ver que sufría lo indecible, se unto los dedos con aceite de oliva y, sin dudarlo, le extrajo el tapón de heces que ningún otro remedio médico pudo solucionar. Es asqueroso y es amor.  

domingo, 5 de abril de 2020

EL FARO Y LA MUERTE


23ª crónica de un confinamiento improvisado

Hay un perro callejero al que admiro. Se pasea cada día por la calle y se detiene debajo de mi ventana a las 14h. Me mira con ojos tristes y jadea. Tiene hambre. Le tiro una bolsa de plástico con sobras y así comparto mi comida con él. Hoy espaguetis. Así tendrá fuerza para hacer frente al trío de ocas salvajes que se creen las dueñas de la calle, por no decir del pueblo. Me encanta verlo comer arrastrando el hocico por la acera. Pobrecito. Tiene coraje al hacer frente a estas bestias de pico naranja, pero no puede con ellas, son muy agresivas. Ayer recibió algunos picotazos y sus aullidos me llegaron como puñaladas.
Parece que los sueños que no caben en el dormir se manifiestan en el día a día del que sueña. Esta realidad que os cuento era un episodio que se repetía en mi onirismo nocturno. Espero que no aflore mi pesadilla sobre catástrofes. O puede que ya lo esté haciendo a través de la imperceptible presencia de este virus. Sueño a menudo con un faro y la muerte. La música que escucho es demasiado trascendental, hoy El canto del destino, op.54, de Brahms. No entiendo el mensaje que entona el coro, pero hace que mis visiones sean lánguidas y decaídas. Establezco una relación con la muerte a través de un faro ubicado en el borde de un acantilado rocoso. No ilumina a los barcos que navegan a medianoche, sin embargo, el tétrico monumento que desfila por mi subconsciente apunta al cielo como una gran sinfonía y mantiene intacta su cercanía con el abismo. Yo asciendo lentamente por su oxidada escalera de caracol y, en cada peldaño que piso, cruje su inestable esqueleto a causa del peso de mi miedo.      

sábado, 4 de abril de 2020

EL SARPULLIDO


22ª crónica de un confinamiento improvisado

¿Qué determina que cambies y te conviertas en otra persona? ¿Podría cambiarte una pandemia a nivel mundial?
En mí ya lo está haciendo. No tengo piel en el dorso de mis manos de tanto rascarme. Me muero del picor. Cada vez que he de ponerme unos guantes para ir a comprar al supermercado llego a casa con un manto de minúsculos granos recubriendo mi epidermis. Es una reacción cutánea que he descubierto gracias al coronavirus y no me deja vivir. 
Lleno la noche de respiraciones profundas y suspiros porque es durante ese momento cuando el escozor y el hormigueo del sarpullido son más intensos. He ido a la farmacia y me han dicho que la reacción va desapareciendo poco a poco, que pueden darme una crema pero, aun así, es un proceso dérmico que se extingue en una semana, y que es esencial que mantenga mis manos secas porque la humedad irrita la piel y reaviva la comezón. 
Últimamente la noche tiene sus gritos. La gente grita desde sus ventanas, cada uno por sus cosas, y yo no tardaré mucho en hacerlo. Solo hay que esperar si esto no cesa. No paro de moverme. Al menos camino. Estoy ansioso. Me calmo un poco cuando me observo en el espejo y veo mi bigote de morsa. Me infunde ánimos. Es un guiño a la vida y a tomarse las cosas con humor. Ese pelo tupido bajo mis fosas nasales hace que me sienta más varonil, más hombre, incluso más fuerte a la hora de soportar los pormenores transversales que me provoca este virus. 
Los políticos y los responsables en narrar la realidad deberían dejarse también el bigote. Les infundiría valor y más credibilidad. Ya que de la manera que usan el lenguaje y las palabras da la impresión de que sus emociones estén bajo control. Pero la gente no es tonta; advierte la tensión en los pliegues de su expresión y cierto enmascaramiento en los hechos, para que su discurso se interprete en las continuas intervenciones como el vaso medio lleno. 
Debemos seguir aplaudiendo, hay mucha gente que se deja la piel de verdad, pero la noche huele a respiraciones avinagradas y a desolación. La obligación de los ciudadanos es revestirla de alegría mientras podamos pero sabiendo la auténtica verdad si es que hay una. Porque mientras los balcones tengan voz significará que hay gargantas, pulmones, tórax, corazones, piernas, brazos... En definitiva personas animosas que aceptarán la metamorfosis social, igual que individualmente hemos sabido afrontar el paso de la pubertad a la madurez. 

viernes, 3 de abril de 2020

AHORA QUÉ, HUMANOS


21ª crónica de un confinamiento improvisado


Hace un tiempo una enfermedad invisible apuntaba mi sien con un revolver. Lo hizo cada día durante un año. Y me advertía: te voy a disparar en cualquier momento y vas a caer. Yo intentaba sonreír pero no podía. Era un estado agotador. No vives. Sobrevives. Me acostumbré a sufrir en una parte de mi ser y a seguir creando en otra. No sientes ni aceptas lo que haces, y da igual que te dediques a lo que siempre has deseado. El reto era controlar la amargura psicológica y el dolor emocional sin intuir dónde estaba la fractura. Ojalá tuviera una pierna rota, me decía. Pero eso ya pasó. Hubo una solución que, evidentemente, no solo estaba en mí. Todos tenemos dos hemisferios que conviven. Y estos son más evidentes si una pandemia nos obliga a quedarnos en casa encerrados.   
Hoy me he levantado con ganas de escribir un poema, de atreverme con la poesía, por qué no, ya no tengo tanto miedo a las palabras como antes. Son medias verdades que si se juntan adecuadamente conectan con un tercer hemisferio o cuarto o quinto, y, si la combinación es sugerente, se convierten en pura magia.
Oigo a las ocas desde mi casa, incluso con la ventana cerrada. Graznan con la voz del diablo. Se ríen. Ese podría ser el tema del poema. Unas aves que se cachondean de lo que nos pasa a los humanos. Se pavonean por las calles sin ser pavos y se sienten las reinas del territorio. Ahora lo dominan todo y se presagian como los verdaderos habitantes del pueblo. Van por la carretera, por el asfalto de líneas discontinuas donde deberían circular los vehículos, haciendo sonar el claxon vulgar de su ruidosa risa. ¡Cua-cua-cua! Sacan pecho, estiran sus cuellos y mueven violentamente su plumaje. Farfullan encaradas a la gente que está asomada en los balcones y las ventanas, como si quisieran decirles: ahora qué, humanos.  

jueves, 2 de abril de 2020

TODO IRÁ BIEN


20ª crónica de un confinamiento improvisado

Ayer no pude contarlo todo. Diluvió. Fue un día horroroso, casi distópico. El portal se anegó y algunos vecinos tuvimos que achicar el agua con cubos. La mayoría bajamos en batín y pantuflas y acabamos con los pies empapados. Cuando acabamos, los del tercero, cuarto y quinto subimos a nuestros respectivos apartamentos por el ascensor. La placa informativa que indicaba la capacidad máxima que podía soportar el elevador era de seis personas –cuatrocientos cincuenta kilos–, nosotros éramos cinco, pero estos días que se come más de la cuenta, al parecer, fue suficiente para que la mala suerte recayera sobre nosotros. Nos quedamos atrapados hasta que la puerta se abrió por si sola. Estuvimos hablando y gritando un buen rato en un espacio bastante reducido, y puede que ya tengamos el bicho dentro y estemos infectados.
Luego fui a comprar. Tengo una amiga que trabaja en una verdulería a pocos metros de casa. Le hice una videollamada para que me mostrara el género que tenía en la tienda. Suele tener unos melocotones preciosos, igual que las peras y las manzanas, además de una excelente selección de verduras de temporada. Qué fuerte. Ya no quedaba prácticamente nada. Grabó cada estante con su móvil para que pudiera comprobarlo y, al final, solo pude comprar una bandeja de champiñones, brócoli y un par de palosantos.
Llegué a casa y me hice la comida. Fideuá con brócoli y champiñones. Tenía buena pinta. Eso pensé. Así que, orgulloso de mi plato, lo subí al grupo de WhatsApp que tenemos los amigos. Pensé que valorarían mi creación. Error. No tuvieron piedad. Recibí críticas por todos lados. Todas sarcásticas, burlonas, crueles, escritas con sorna y alabando irónicamente mi talento para la cocina. Nadie dijo nada positivo. La pantalla se llenó de emoticonos con caras vomitando y mierdas con ojos, y nada de manos aplaudiendo. Me dolió. No tuvieron ni pizca de condescendencia. Me trataron fatal, fueron incisivos, despiadados, hirientes, y eso afectó a mi sensibilidad de artista. Incluso uno de ellos, el que todo lo sabe y, por norma, todo le parece mal, amenazó en compartir mi guiso con otros grupos para chincharme. Mi receta no era tan descabellada, puede que no sea la más convencional cuando se habla de una fideuá, pero, joder, estoy confinado en casa y necesito combinar cosas para tener la sensación de que invento algo.
Ayer viví las horas del día con ansia. Tampoco oí aplaudir a la gente desde sus balcones. Siguieron sumándose los muertos y, por la tensión que se está respirando en los informativos, aprecié que los políticos tampoco están unidos en esto. Sin embargo, a pesar de las calamidades, la primavera ya está aquí. Así que decidí meterme a fondo en el cambio de armario. El día no fue negativo del todo. Me apareció la vieja chupa de cuero en una caja. La examiné con cierta nostalgia y, en el bolsillo interior, encontré una foto de mi antigua novia y un billete de cinco mil pesetas de las de antes. Algo es algo. Hoy nada. 

miércoles, 1 de abril de 2020

EL CAMBIO


19ª crónica de un confinamiento improvisado

Un buen bigote pide trabajo, constancia, un cuidado especial y una larga espera. Puedo volcarme en eso mientras dura el confinamiento. Dejaré que me crezca. 
  He acabado de convencerme esta mañana al observarme frente al espejo, paralizado ante la sensación de querer estornudar y no poder hacerlo. Es inquietante cuando eso pasa. De golpe, la convulsión se frena y no podemos arrojar el aire que hemos inspirado de manera involuntaria, como si una leve corriente de aire entrara por las fosas nasales y quisiera hacer coquillas a las mucosas. La cuestión es que, durante esa breve e incómoda interrupción, he visto como mi labio superior se llenaba de pequeños pliegues. La edad no perdona y nos llenamos de imperfecciones y de arrugas, y más en esa zona orbicular tan sensible a contraerse. Son las patas de gallo de la boca. A la hora del crecimiento del vello, la barba y el bigote deben ir siempre de la mano, el uno sin el otro no tiene sentido. Si por mí fuera solo me dejaría el mostacho, pero es imposible. Trataré de buscar un diseño que vaya con mi personalidad. Hay muchos tipos. Bigote inglés, bigote francés, bigote en herradura, bigote rizado, bigote de cepillo, bigote ruso, bigote Fu manchú, bigote Dalí, bigote Cantinflas… Quiero que sea frondoso, tupido, con mucho pelo. Si todo va bien podré lucirlo a finales de junio, antes de que llegue el verano. Debe ser un bigote moderno, carismático, para personas seguras de sí mismas que buscan hacer notar su presencia, y, por supuesto, que cubra las evidentes estrías formadas por el paso del tiempo. Así, cuando acabe todo esto del coronavirus habré cambiado y la gente que ha pasado meses encerrada podrá admirar mi nueva imagen.