25ª crónica de un confinamiento improvisado
Hacer la cama cada mañana durante estos días de presidio casero es un
quehacer que ha marcado aún más mi carácter perfeccionista y meticuloso. No es
una tarea fácil porque me obceco demasiado en el procedimiento, y, aunque el cometido
es sencillo, se convierte en una labor obsesiva. Lo duro es llevar a
cabo la sucesión de fases que mi yo me recalca con voz de sargento. Nivelar la
altura de las sabanas y la colcha respecto al suelo es lo más difícil. La
simetría es la que manda en esta chifladura matutina. Y yo la acepto porque la
veo como una manía tonta, como una obsesión de ir por casa que solo pretende dejar
la cama perfecta.
Aprovecho para oír música. Hoy he escuchado el concierto entero para
piano y orquesta en Si bemol menor, op.23 de Tchaikovski. He tenido algunos
problemas con los pliegues rebeldes del cubrecama y también con la funda del
cojín por encontrármela manchada de sangre de mosquito (al mover la cabeza
mientras duermo acabo con ellos sin darme cuenta). He necesitado los treinta y
seis minutos que dura la pieza para dejar lista la cama. Me ha costado bastante,
sin embargo ha sido una exaltación para los sentidos, ya que iba al son de la
música y el azar ha querido que colocara los dos pequeños cojines que decoran
mi cama como la guinda final en el cabecero, justo al término del
allegro con fuoco del tercer movimiento, en el punto álgido donde el pianista,
al igual que yo, llega a la culminación del trabajo bien hecho.
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