38ª crónica de un
confinamiento improvisado
Hay un vecino al que veo todos los días. Siempre va vestido con la
misma camisa amarilla y roja. Es muy fina, parece de seda. La lleva un poco abierta,
con estilo. Lee el periódico en su terraza con unos quevedos como los míos, acostado
sobre una hamaca de playa. Parece metódico en sus tareas. Lo digo porque cada
día, a las ocho de la tarde, igual que hacen muchos vecinos, elogia el trabajo
y el coraje de los sanitarios aplaudiendo. Cuando cesan los vítores, se planta mirando al frente, apoya su mano derecha sobre el pecho y entona el
himno. Lo hace son sentimiento, proyectando su voz como un cañón. Lo tararea, o
mejor dicho lo «lalalea», ya que carece de letra y lo canta como el público
enfervorecido de los campos de futbol, como un hincha que apoya a muerte a su
selección. Durante unos minutos solo se escucha el cántico. Ya es habitual en nuestra calle. Cuando acaba permanece en silencio unos segundos y grita con fuerza viva
España, esperando una respuesta por parte de la gente de los balcones. Pero
nunca se produce la interacción. Me da pena que esa situación
se repita una y otra vez y que nadie lo acompañe. Me lo imagino cada noche desvistiéndose en
su habitación, colgando su camisa favorita en una percha del armario, deseoso
de volver a ponérsela por la mañana. En estos treinta y ocho días de
confinamiento tengo el convencimiento de que no la ha lavado; nunca se la he visto tendida en las
cuerdas de su terraza. ¿Eso no sería una falta de respeto a los colores? En fin. Una falta
de higiene seguro. Mañana trataré de contagiarme de su entusiasmo
patrio.
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