46ª crónica de un
confinamiento improvisado
Las tardes se convierten en un triste crepúsculo para aquellos que
detectan en el sonido de las casas algo parecido a los estertores de una bestia
moribunda. Para muchos es ahora cuando el cuerpo señala algo profundo; algo que
ha ido incubándose con el tiempo. Lo relacionan con un extraño estado del alma.
Nada que ver con el coronavirus. Cuando uno no se ha detenido nunca, es normal
que la energía no haya canalizado adecuadamente y, en una situación extrema
como esta, la pena pueda aflorar en cada suspiro. Son sufrimientos del tamaño
de una pelota de ping-pong, y rebotan contras las paredes del órgano encargado
en darle sentido a todo. La mayoría no son conscientes de nada porque no pueden
gestionar lo que les ocurre. La gente de escasa sensibilidad diría: está como
una chota, se le va la pinza, está para que lo encierren… Un sinfín de acepciones
sobre la pérdida de las facultades mentales. Lo cierto es que el rebote
constante de esa pelotita de ping-pong puede dañar el sentido común.
Verónica, la vecina del cuarto, llora y habla exaltada, casi a gritos, a
través del patio de luces del vecindario. Estos días que no tiene más remedio
que quedarse en casa, la observo mientras mece a una hermosa lechuga sobre su
pecho y le hace carantoñas. Exclama: ¡Ay, qué cosita más preciosa y qué ojazos
verdes me tienes! ¡Ay, cosita mía…! A veces le da por deshojar la lechuga y el pavimento
del patio queda invadido por centenares de palomas torcaces ansiosas de alimento.
Todos los vecinos, sobre todo los del primero, se quejan con razón de su insolencia y su desfachatez. No obstante yo la entiendo. Es de las mías.
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