27ª crónica de un confinamiento improvisado
Duermo en dos asaltos. Empiezo en el sofá después de cenar y, sin ser
consciente, acabo en mi cama a no sé qué hora de la madrugada. Durante el día
me arrastro por los cuadriláteros de mi casa como un luchador que combate el
aburrimiento y batalla con un dolor punzante en el cuello. Ese ha sido mi premio:
una tortícolis que llevaré a cuestas varios días.
Miro al frente como la Gran Esfinge de Guiza y me permito tímidos giros
a la izquierda y a la derecha, pero no puedo contemplar el trocito de cielo que
antes podía apreciar desde la ventana. Eso sería suficiente para llenar el día.
Todos los azules del azul cian están en el cielo, y, si percibes bien los
matices, dependiendo de las sombras y la luz que arroja el día, se descubren
otras gamas bellísimas. Tengo una sensibilidad especial con los colores.
Hoy es ayer, pero sumándole esta incómoda contracción a mi cogote. No
obstante, la rigidez adquirida en la nuca permite que pueda encararme a la
pantalla del ordenador. Es la ventana que me ha permitido navegar y descubrir los
incontables músculos que forman el interior de mi pescuezo, y he apreciado una
fisiología llena de rasgos afines a la anatomía de los azules que hay en el
cielo. Quienes apreciamos lo particular de las particularidades vemos un mundo
donde otros no ven nada. Es normal, pasa en todos los terrenos, y eso no es ninguna
novedad que nos haga especiales, solo que cada uno ha elegido la singularidad
de una naturaleza para tener una experiencia profunda con ella.
Yo elegí pintar. Por eso concedo preferencia a los colores e, incluso,
si me apuras, a esta extensa lista de músculos que este oráculo cibernético tiene
a bien mostrarme. El más robusto tiene veintidós letras. Se denomina esternocleidomastoideo.
Qué maravilla de palabra. Sus tejidos se insertan en el esternón y la
clavícula. Hay muchos tejidos fibrosos que se contraen en esta pequeña zona y
todos tienen una función específica. La naturaleza humana es, en sí misma, un
milagro, por eso no puede ser que Dios no exista.
Ahora vivimos una especie de paréntesis en el tiempo para mirarnos el
ombligo. Yo lo hago desde mi casa –no hay otra manera– escribiendo mis vivencias,
aunque parezcan excéntricas y raras, pues si existen en mí, seguramente,
existirán en todos. Lo íntimo se hace universal si se escribe con esa intención;
igual que la pintura se convierte en arte. Prefiero arañar en alguna
sensibilidad que estar pendiente de la contabilidad de las desgracias diarias. Es
durante la cena cuando a través de los informativos actualizo o refresco los
datos de esta terrible pandemia.
Presiento que este verano alcanzará la melancolía del invierno. Las
terrazas estarán deshabitadas de turistas y las ocas del estanque camparán alegres
por sentirse dueñas de un pueblo fantasma. Estamos viviendo con perplejidad una
ciencia ficción con tintes de película, pero cuando todo esto acabe y tomemos
distancia la veremos como un drama histórico real, un tiempo indeseable del
mundo.
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