El hombre desnudo que
caminaba por la calle, de lejos, se parecía a una araña. Su exótica apariencia
no debería ser normal, pero muchas veces vamos a ciegas por la vida y no
detectamos lo sorprendente. Lo cierto es que vi como trepaba por la fachada de
un edificio. Sus piernas se amontonaban al andar y se movían atropelladamente, tenía
tres pares, más de las que necesitaba, y sus pies segregaban una seda pegajosa
que lo mantenían adherido en la pared. Cuando llegó al tejado lo perdí de vista.
Luego volví a la realidad, a pie de calle, y, recreado en la lentitud de mis
pasos, advertí a una mujer con gabardina que, de lejos, se parecía a un árbol.
domingo, 26 de enero de 2020
viernes, 17 de enero de 2020
EL HOMBRE ÁRBOL
Estoy hecho de una especie
de tallo leñoso recubierto de epidermis humana. Es lo que puedo aseverar al
verme en esta patria de árboles talados. ¿Seré uno de ellos? Mi apariencia es
antropoide, no cabe duda, sin embargo mis huesos tienen la forma y la dureza de
un leño. Quizás mi espíritu sea el de una planta bípeda y carroñera que se
mueve constantemente para evitar la quietud de la fotosíntesis. Llevo
algún tiempo decapitándome con el filo de un hacha cuando noto que empieza a
brotarme otra cabeza. También talo mis extremidades y podo los
músculos superfluos que afean mi estética; reduzco mi tronco, aliso mi corteza
y me simplifico a conciencia. Luego, para no dejar rastro, hago arder mis
despojos como una tea. Hasta que un día serraré mi alma astillosa para borrar
el recuerdo de haber nacido en el vientre de una encina.
domingo, 5 de enero de 2020
LA COSA DEL PANTANO
Y llegó al final
del camino. Allí no había nada. Solo
una gran charca, una superficie densa semejante a la granulosa piel de los
sapos. Flotaban pequeñas masas de porquería y grumos oscuros de suciedad que
permitían descansar a las alimañas que sobrevolaban la zona. Aquella costra
mórbida tenía unos límites indefinidos y se abría ante el chiquillo como una
pista mantecosa y brillante, parecida al légamo de una ciénaga o el fango
acumulado de las arenas movedizas. El jovencito de apenas siete años, y pocos
kilos de peso, deseaba introducirse en esa pegajosa confitura para libar su
néctar y deleitarse de su untuosidad; desplazarse como un gusano y revolcarse
sobre las apelmazadas excrecencias del aspecto de un chocolate a la taza.
Todo iría mejor si
las madres no nos quitaran el ojo de encima.
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