21ª crónica de un confinamiento improvisado
Hace un tiempo una enfermedad invisible apuntaba mi sien con un
revolver. Lo hizo cada día durante un año. Y me advertía: te voy a disparar en
cualquier momento y vas a caer. Yo intentaba sonreír pero no podía. Era un
estado agotador. No vives. Sobrevives. Me acostumbré a sufrir en una parte de
mi ser y a seguir creando en otra. No sientes ni aceptas lo que haces, y da
igual que te dediques a lo que siempre has deseado. El reto era controlar la
amargura psicológica y el dolor emocional sin intuir dónde estaba la fractura. Ojalá
tuviera una pierna rota, me decía. Pero eso ya pasó. Hubo una solución que,
evidentemente, no solo estaba en mí. Todos tenemos dos hemisferios que
conviven. Y estos son más evidentes si una pandemia nos obliga a quedarnos en
casa encerrados.
Hoy me he levantado con ganas de escribir un poema, de atreverme con la
poesía, por qué no, ya no tengo tanto miedo a las palabras como antes. Son
medias verdades que si se juntan adecuadamente conectan con un tercer
hemisferio o cuarto o quinto, y, si la combinación es sugerente, se convierten
en pura magia.
Oigo a las ocas desde mi casa, incluso con la ventana cerrada. Graznan
con la voz del diablo. Se ríen. Ese podría ser el tema del poema. Unas aves que
se cachondean de lo que nos pasa a los humanos. Se pavonean por las calles sin
ser pavos y se sienten las reinas del territorio. Ahora lo dominan todo y se presagian
como los verdaderos habitantes del pueblo. Van por la carretera, por el asfalto
de líneas discontinuas donde deberían circular los vehículos, haciendo sonar el
claxon vulgar de su ruidosa risa. ¡Cua-cua-cua! Sacan pecho, estiran sus cuellos
y mueven violentamente su plumaje. Farfullan encaradas a la gente que está
asomada en los balcones y las ventanas, como si quisieran decirles: ahora qué, humanos.
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