31ª crónica de un confinamiento improvisado
Silbar es una de mis facultades. Lo llevo haciendo desde pequeño gracias
a mi abuelo. Cogido de su mano he imitado la voz de los pájaros, y la alegría que sentíamos nos convertía a los dos en gorriones. Tengo una hermana flautista. Mis padres nos
apuntaron a clases de solfeo en la academia de música que había en el pueblo. Yo destacaba,
sin embargo la que acabó convirtiéndose en profesional fue mi hermana. Toca en
una orquesta sinfónica. Pero he de decir que su manera de silbar no es tan precisa
como el mía. Yo me perfeccioné técnicamente a base de repetir el repertorio de
flauta que ella ensayaba obstinadamente; también adquirí agilidad sonando por encima de los
conciertos clásicos de los grandes compositores y, por supuesto, con toda la miscelánea
de estilos que sonaban en la radio.
Hubo un tiempo que silbaba por la calle para que algún entendido apreciara
mis gorjeos y me fichara como un virtuoso solista. Hace tanto de esas tontas
fantasías. Ahora solo silbo cuando estoy contento, y en mi casa. La música cura
porque circula por una vía subterránea distinta a la versión que tenemos de la
realidad, y yo, que soy un soñador obstinado, tengo la convicción de que el mundo se
percibe con más seguridad si la música está presente.
¿Alguien ha escuchado el famoso Bolero de Maurice Ravel?
Hay muchos paralelismos con la progresión infecciosa del coronavirus. Su musicalidad se asemeja a la línea ascendente de la curva y al pico de
los gráficos médicos de este brote pandémico. Hoy he silbado este bolero sin reparar en esas coincidencias. Al
principio, el sonido pasaba a través de mis labios fruncidos con suavidad,
manteniendo latente la tensión y pasando por las diversas modulaciones de cada
instrumento de viento. La pieza de este compositor francés se caracteriza por
mantener un ritmo y un tempo invariables, repitiéndose una y otra vez la misma
melodía y sin ninguna modificación. Mientras la música sonaba de fondo, el bloque
de aire exhalado ha ido modulándose en las paredes de mi cavidad bucal hasta llegar al contraste melódico,
al cambio tonal. Mi capacidad para articular la variación ha ido in crescendo, proyectando cada nota como si apuntara a una diana invisible. La música ha tomado
el cuerpo de una bola de nieve que se agigantaba en cada giro. He sentido la
emoción en la ejecución de cada insistente bloque y me he venido arriba,
apurando tanto mis fuerzas que notaba el ahogo, la falta de aire. Se han juntado las ganas
de toser y un dolor punzante en el estómago, y mis sienes ardían, latían involuntariamente por la tensión acumulada. La exaltación golpeaba
con fuerza a mis sentidos. Sentía el goce y la tortura. Me embargaba un enorme sentimiento de placer y unas
irrefrenables ganas por evacuar tanto por arriba como por abajo. Náuseas y retortijones.
Una gran conmoción. Una fiebre álgida. Un clímax. El estallido final.
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