miércoles, 8 de septiembre de 2021

PUEBLO CON ESTATUA

En la plaza del pueblo donde me hospedo hay una estatua significativa. Pertenece a un gran hombre, a un soldado condecorado. Su historia no entraña interés para mí, es una más de tantas andanzas bélicas y gloriosas. Solo me inquieta mi reacción ante la figura, mi impulso incontenible, la manera en que un automatismo impúdico y carnal se manifiesta hacia la escultura.
    Solo beso a las estatuas porque siento una atracción especial, y a la vez incómoda, hacía ellas. Me persuade su silencio, su quietud, la creencia de que la humedad de mis labios podrá estremecer su materia aleada. Así, movido por esta perturbadora pasión, cuando me encuentro besando uno de estos cuerpos de metal en la parte correspondiente a su boca, salta en mí una alarma inquietante que me lleva a cuestionar lo que hago:
    "¿Qué narices estoy haciendo? ¿Cómo siempre llego a esto? Tenía prevista una vida de ensueño para mí. ¿Habré tocado fondo?".
    Trato de quitar hierro a la situación, a la conducta impropia de un adulto de cuarenta y seis tacos; pero, al final, lejos de encontrar una razón coherente que explique mi arrebato, solo consigo juzgarme como un ser reprimido, desequilibrante, asocial y penoso, de una moralidad tan enquistada como indefinida. Por lo que llego a la conclusión de que las nadas de las estatuas se adaptan perfectamente a mí peculiar condición humana. 

LA INMORTALIDAD

Escribir pensando que nadie va a leerte es una buena fórmula para decir la verdad. Uno cree que de esa manera, sin ataduras ni convencionalismos, escribirá lo que realmente desea escribir. Me encuentro en un lugar lejano y recóndito, lejos de las multitudes urbanas, una especie de monasterio para guiris solitarios. He salido de mi zona de confort en busca de la inmortalidad. Para ello solo dispongo de una semana. Confieso que los milagros del arte suceden, pero los creadores no sabemos muy bien cómo; yo me conformo con una inmortalidad pequeña, terrenal, desconocida, que no trascienda en exceso en la espiritualidad del alma. Busco una inmortalidad leve, que pueda hallarse en un pequeño pueblo de interior, más sencilla que las de costumbre y, si es posible, no se parezca a las que diseña el cine o nuestra imaginación. Me conformo con una eternidad de andar por casa, que me sirva a mí y que su trayectoria vital sea perenne e inacabable, por supuesto, capaz de descolgar a mi mente, para tenderla al sol junto a la ropa húmeda que ondea en los balcones de estos territorios sin patria.

LOS FANTASMAS


La madre reza por su hijo, lo escucha, lo atiende, lo abraza; deja que su cabeza atormentada descanse sobre su regazo. Le dice que todo irá bien, que su angustia pasará y, del mismo modo que se ha manifestado en él, desaparecerá. La madre lo alivia con su afecto, su positividad, su fe, pero no logra que la situación cambie. El desasosiego y la pena que sufre su hijo son una circunstancia oscura y temible por la que ha de pasar. La madre siempre lo acompañará. Siempre. Pero será él, y solo él, quien deberá salvarse.