32ª crónica de un confinamiento improvisado
Hoy he vuelto al trabajo. Así lo ha creído conveniente el gobierno. Justo
en el momento en que el aburrimiento sacaba lo mejor de mí y pensaba que vivir
esta experiencia sería una gran prueba, un sueño hecho realidad y una fabulosa oportunidad
para entender la vida.
Se me han acabado las mañanas de conciertos con la Filarmónica de Berlín
mientras hacía sin prisas la cama y me abandonaba a mis pensamientos. Ahora tendré
que escribir estas crónicas por la tarde, después de comer. Esta por ejemplo.
No puedo quejarme. Mi nuevo trabajo es estupendo. Realizo tareas muy
diversas: creativas, mecánicas, de todo tipo, pero siempre delante de un
ordenador. Aunque los días que vamos al almacén para hacer inventario, me pongo
el mono de trabajo y se convierten en físicas. El trabajo lo tiene todo. Me ha caído
del cielo. La única pega, por encontrarle alguna, es que he de coger el coche
cada mañana y desplazarme al pueblo de al lado que está a siete kilómetros.
Somos seis trabajando y todos seguimos a rajatabla las normas de
seguridad e higiene recomendadas. El editor en jefe está en su despacho y
siempre deja la puerta abierta; los demás estamos ubicados en la oficina
contigua a la distancia de separación requerida. Supongo que ya habréis
adivinado que trabajo en una editorial. Quién me lo hubiera dicho. Al principio
trataba de ser recurrente y soltaba alguna gracia de las mías para simular un
sentido del humor a la altura de estas entidades que difunden la lingüística. Con
los días me di cuenta de que no era necesario. Mis compañeros son gente seria y
sencilla que están por el trabajo, pero, como yo, cuando toca, se ríen de la
escasa intelectualidad que pueda suscitar un chiste malo. El «jefe» manda como
le gustaría ser mandado: sin imperativos y sin alzar la voz, infundiendo ganas
y confianza. Manda sin mandar. Eso es lo que hace. Conozco a pocos que les dé
resultado esta manera de hacerse valer. Para mí es patético ver alardear a los sabelotodo
sin darse cuenta del nivel de vanidad que procesan. Los escasos sabios que he ido
conociendo en mi vida nunca han pretendido ser maestros de nada, sin embargo, han
enseñado como tales sin pretenderlo, porque siendo como son alcanzan un nivel
que va más allá del conocimiento. Mi jefe es humilde y se pone en la piel del
otro. Ni impone ni presume de nada. Delega las tareas con amabilidad, siempre
dispuesto a camuflar las torpezas y las imprecisiones que puedan surgir durante
las primeras semanas. «Tranquilo, tú ve haciendo», me dice, «poco a poco ya lo irás
cogiendo todo».
¿No es eso digno de un sabio?
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