43ª crónica de un
confinamiento improvisado
No le pasa nada a la imaginación. Es la que es. Cada uno tiene la suya.
Es así. No debemos avergonzarnos de ella, es preferible aceptarla tal como nos
llega y dejarla fluir en nuestra mente sin pretender cambiarla o moldearla. Además es imposible. No se puede.
Yo a veces fantaseo con la idea de que la vida eterna podría
conseguirse si –a partir de ya, de este confinamiento– nos comiéramos un huevo
crudo al día haciéndole un agujerito en la cáscara y sorbiendo las proteínas de
su interior. Mi imaginación ha querido también que, paralelamente, imagine a un
señor misterioso sentado en un banco y una fila de personas que espera su turno
para hablar con él. El tipo concede deseos y la gente le pide cosas. Yo también
estoy en esa cola y cuando me toca le pido lo que ansío, la vida eterna, explicándole
la obsesión que tengo con los huevos crudos para conseguirla. El señor
misterioso me asegura que tendré lo que anhelo si robo un jamón ibérico en un
supermercado y lo regalo a un vagabundo. También me aconseja que abandone la idea de
los huevos porque eso no conecta con hacer el bien al prójimo, únicamente, si
se diera el caso, lo haría a uno mismo. «¿Y qué pasa si no quiero robar ese
jamón ibérico que usted me dice?», le pregunto. «Pues que no tendrás lo que deseas», me contesta.
¿Y vosotros qué imagináis? ¿A qué estáis dispuestos para conseguir lo que
anheláis?
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