viernes, 25 de octubre de 2019

CARAMBOLA


Disparar al aire conlleva peligro. En principio todo lo que sube baja si no impacta contra nada. La velocidad de una bala que cae es menor que la de una que acaba de ser disparada, sin embargo es lo suficientemente rápida como para perforar un cráneo. A mí me gusta disparar al cielo para expresar mi euforia y mi júbilo, también para celebrar un acontecimiento significativo. La sustancia aérea puede modificar la trayectoria del proyectil, tanto en la subida como en la bajada, por lo que una persona que camina tranquilamente por una zona donde se dispare al cielo puede ser sorprendida con la muerte. El peligro radica en la velocidad… y en estar en el momento y el lugar adecuado.

viernes, 18 de octubre de 2019

LA POSESIÓN


Tengo cientos de vestidos hechos de oscuridad. Idénticos. Invisibles a las tinieblas de la noche y acordes al demonio que llevo dentro. Estreno uno cada vez que brotan de mí pequeñas lombrices o retumba el lamento de los grillos en mi cerebro, y lo ciño a mi cuerpo como un guante. Pretendo salvar al mundo después de cenar, a partir de la medianoche, cuando los transeúntes se convierten en fantasmas y las sombras me seducen para que conozca el misterio de las calles. ¿Qué he hecho? ¿En qué me he convertido? Tengo claros síntomas de no pertenecer a este mundo. El tormento interior es inaguantable, terrible, creo oír voces que no reconozco, y ese infierno que anida en mis entrañas usa mi voz, mis andares, todo mi ser. Me hace creer que estoy loca y araña mi estómago con sus afiladas garras. Pero es el cuerpo quien tiene dolor, no yo. Yo no siento nada. El truco está en que no te importe que te duela, aunque una hemorragia te inunde por dentro. Estoy segura que una energía diabólica domina mi alma, mi espíritu. Será la posesión: litros de sangre embebidos por mis órganos, un comportamiento perverso y una fuerza brutal que torna mi piel de color fuego.

jueves, 17 de octubre de 2019

EL BULO


El alcalde de mi pueblo declaró su pesar en el Facebook por mi repentina muerte. Dijo: «Un gran artista y mejor persona nos ha dejado. Descanse en paz». La noticia fue un bombazo. Pero era mentira.
     Los amigos más próximos empezaron a mandarme mensajes de WhatsApp para certificar si aquello era realmente cierto. Yo, ante el terrible e infundado anuncio por parte de la máxima autoridad del municipio, en lugar de desmentir la información, aproveché para olvidarme a mí mismo y no contestar a nadie. Era una buena oportunidad para desaparecer y averiguar si la gente sentía algún aprecio por mí.
     Estuve varios días leyendo bellísimas declaraciones. Detecté cierta veneración, e incluso sentí el calor y el cariño de los más de ochocientos amigos que tenía en Facebook. Sin embargo, de todas las muestras de afecto había una que me sorprendió muchísimo. Era la de un antiguo amigo que no me hablaba desde hacía diez años. Sí, sí, era un colega de carne y hueso con el que solía hacer cañas. Dejó de dirigirme la palabra porque, en su día, dedicados a increparnos como niños –en eso consiste a veces poner a prueba la amistad– contraataqué haciéndole un montaje divertido con un programa de retoque fotográfico. Le sentó fatal. Pues, ensamblé su cabeza en el cuerpo de un rechoncho presentador, y eso, por lo visto, no le hizo ni pizca de gracia. Fue suficiente para cortar por lo sano nuestra relación de amistad. Entiendo que mi mezquina y despreciable creatividad menoscabó en su autoestima, y, también, sin pretenderlo, conseguí que se viera su verdadera naturaleza.
     Lo curioso del caso es que tras conocer mi muerte a través de las redes y quedar manifiestas las innumerables muestras de cariño hacia mí, este antiguo amigo se sumó a ellas y publicó una entrada llena de decoro y gratitud que yo, por supuesto, acepté sin rencor por la emotividad que desprendían sus palabras. Lejos de que volviera a enfadarse y se sumiera en una actitud infantiloide, volví a sacar mi sentido del humor y lo premié con un merecido «me gusta»; el único que concedí.

domingo, 13 de octubre de 2019

LA GRIETA


Pocas veces uno tiene la oportunidad de ver nacer una grieta en su casa. La que yo presencié mientras cenaba surgió de repente en el salón. Sentí un temblor y a continuación oí un crujido seco. Eso hizo que dirigiera la atención hacia el rodapié que tenía a mi derecha. Se fracturó, y una grieta del grosor de un centímetro avanzó por la pared como un insecto moribundo. Me levanté de la mesa y me acerqué a la fisura. Un escalofrío recorrió mi espalda y experimenté un asco visceral, una repulsión orgánica, como si esa hendidura fuera el cuerpo de una cucaracha asquerosa. Todas las casas albergan su ruina, su desaparición, su muerte. Supongo que la mía también. Seguí el avance lento de aquella raja como un reguero de oscuridad; como un pequeño abismo que ascendía poco a poco hacia el techo. No podía hacer nada; tan solo observar y deleitarme con aquel espectáculo que nunca había tenido la ocasión de presenciar. Para mí, ver nacer una grieta en el preciso instante que lo hacía era lo más parecido a asistir al parto de un ser humano. Una maravilla que contenía satisfacción y repeluzno.
     No iba a ponerme histérico ni avisar a nadie. La grieta, como si tuviera un radar y detectara los obstáculos, dio un giro brusco a la izquierda y sorteó un cuadro que había pintado recientemente al óleo. Era el retrato de mi gata. La adoro. Continuó el recorrido por la pared transversalmente, en diagonal. Esquivó el reloj de péndulo, y justo en ese momento sonaron las diez de la noche. Cada sonoro gong que marcaba las horas golpeaba en mi conciencia como una voz atronadora. ¿Y si de esa brecha abismal brotara un nido de grillos? ¿Sentirá dolor la casa? Lo normal y lógico es que no. Pero, ¿y si sí? ¿Las casas respiran? Oía a los grillos. ¿La noche gritaba a través de ellos o era la respiración agónica de las paredes? Una urdimbre de ruidos golpeaba mis tímpanos. ¿Sufría una alucinación o los temblores que percibía eran movimientos telúricos? Sentí como un suave mareo humedecía las palmas de mis manos y tragaba saliva sin parar. Tenía sensación de ahogo. La fisura aumentaba paulatinamente y la percepción que tenía de mi casa era la de un cadáver en ciernes. Mi cuerpo me mandaba señales confusas que yo acogía con pánico y ansiedad. Un olor agrio irrumpió en mi alma y me trasladó a un estado mental de indefensión ¿Era el miedo? En situaciones límite nadie tiene las emociones bajo control. Eso lo sé ahora, oculto bajo los escombros.   

viernes, 11 de octubre de 2019

AUTOFICCIÓN


Escribo diariamente sobre lo que trasciende en mí; no quiero guardarme la vida. Llevo cientos de párrafos anotados en libretas: hechos profundos, anecdóticos, absurdos; sobre el amor, sobre la mente, sobre la muerte, sobre la felicidad… Todos ellos son un buen material para construir un relato basado en mí. Elijo algunos parágrafos y los cruzo con otros, los combino. La realidad son fragmentos de nuestro comportamiento, de nuestros traumas, de nuestros deseos; son porciones de vida que añadimos paulatinamente en nosotros para formar una biografía, una existencia, un todo que va completándose. Luego me limito a hacer presión sobre un argumento y, entre líneas, sugiero el fondo que quiero transmitir. Es imposible inventar algo nuevo. Mi sistema es construir una especie de cadáver exquisito; una composición de trozos distintos de realidad que luego modelo con la imaginación para alcanzar una versión original.
     El último párrafo que he escrito en mi libreta va sobre una cita con dos chicas. Dos compañeras de trabajo. Una treintañera y una cincuentona; y yo, un cuarentón. A pesar de la diferencia de edad, nuestro comportamiento fue en la misma dirección. Bebimos bastante y variado. Para empezar cerveza, vino blanco y dos tapas riquísimas de pulpo; en otro lugar, cava y un suculento postre que consistía en la degustación de distintos chocolates; y después, para rematar, dos gin tonics por cabeza. Fue suficiente para que ellas cogieran una buena cogorza y perdieran el conocimiento. Yo seguí bebiendo chupitos de colores para llegar a su penoso estado de embriaguez. Quería ser otro, pero solo pude sonrosar mis mejillas y teñirlas de alegría.    

martes, 8 de octubre de 2019

DIALÉCTICA


Hago como que interactúo con mi móvil, pero en realidad lo que hago es escuchar la conversación de la mesa de al lado. Hay dos mujeres sentadas. Yo diría que son madre e hija. Se tienen confianza. Discuten. No sospechan que las espío; es tan fácil con un móvil. Pueden pensar que estoy tecleando una conversación con otra persona a través del WhatsApp, jeje, pero en realidad lo que hago es anotar algunas de las frases que se dicen. Mantienen una conversación tensa y tienen opiniones contrarias. Me encanta hacer de escritor en estas situaciones y cazar al vuelo material para mis relatos. Algunas de las máximas que se lanzan no tienen desperdicio, son arrolladoras e inspiradoras, tienen tensión, ironía, y encierran un evidente conflicto entre ellas. Bendita sea la gente y su espontaneidad.
     La supuesta hija se está comiendo un bocata de atún. Lleva gafas de sol, le quedan fatal, parece un insecto, una mosca, pero hacen su función y velan de oscuridad su expresión furiosa. Una bufanda de lana de color crema se enrosca en su cuello como una serpiente. El aire de su voz es penetrante, salado. Sus palabras llegan a mi nariz como golpes de mar encharcado. Da mordiscos al bocata mientras mantiene un ataque dialéctico con la mujer que tiene delante, y una lluvia de migas de pan va precipitándose sobre los pliegues de su bufanda.
     Su presunta madre la mira con cara de acelga. Viste con una chaqueta azul, con cremallera, abombadita, de esas que ahora están tanto de moda. Se mantiene seria y aguanta los embistes de su dialéctica. Eso sí, las dos son consideradas y no se pisan al hablar; primero una y después la otra, respetan los turnos. Ante su supuesta hija mantiene una actitud altanera, desdeñosa; pues, como burlándose de ella, se limpia los labios con elegancia, con suaves toques que aportan refinamiento y exquisitez, sin embargo la explanada de sus abultados pechos también está llena de migas. Se frota las manos. Acaba de zamparse su bocata. No sabría decir de qué es. Abro las ventanillas de mi nariz e inspiro profundamente por si me llega algún efluvio. Calamares con mayonesa. Seguro. Pero da igual. Lo importante es la situación, la hostilidad latente que hay entre ellas.
     De repente se quedan en silencio y ni se miran. Bajan la cabeza al suelo y permanecen circunspectas, como barruntando su próxima embestida. Esa situación se alarga unos minutos; hasta que una de ellas, la madre, exclama rotunda: ¡NO!
     Su hija levanta la mirada del suelo, se revuelve de la silla y le contesta con la misma contundencia: ¡SÍ!
     Durante un momento vuelven a la quietud incómoda y tensa, al mutismo anterior. Transcurre apenas un minuto. La madre vuelve a la carga y, sin mediar palabra, refuerza su negativa oscilando su dedo índice como un péndulo en toda su cara, de izquierda a derecha, con cierta malicia. La hija, sin contemplaciones y con claros signos de gallardía, cabecea con ímpetu de arriba abajo; se quita las gafas de sol y, con el ceño fruncido en una expresión de ira, le escupe un sonoro «SÍ». La madre, que no se deja intimidar, sacude con insistencia su cabeza y le dispara una ráfaga de nos: No-no-no-no-no… A ver quién puede más. De esta manera se inicia una batalla de síes y de noes, además de los respectivos ademanes para reforzarlos. Afirmación y negación. Así todo el rato. Contraataques monosilábicos, gestos airados y aspavientos gallináceos que mueven el aire de su alrededor. Flotan corrientes silenciosas entre las patas de su mesa; remolinos de aire viciado por la tirantez de sus reacciones; una ventisca de encaramientos levanta los papelitos del suelo, y, una mezcla de polvo y arenilla, invita a largarse de la terraza donde estoy. El sol, que hace unos minutos lucía radiante, ahora se esconde tímidamente tras una nube, avergonzado, igual que yo. Dejo de escribir en el bloc de notas del móvil, ya no hay nada que anotar, se ha esfumado el ingenio y la chispa socarrona que tenían al principio. Ahora se han convertido en dos niñas petulantes, aburridas y perezosas, que han agotado su perspicacia y el ingenio de su lenguaje. Decenas de nubarrones ensucian el cielo. Una bolsa de plástico y un trozo de cartón se pegan a las patas de mi silla. Los tornados nacen de la hija y los remolinos de la madre. Llegarán a las manos. Los lívidos grises amoratados dibujan en el cielo una expresión de tormenta. 

viernes, 4 de octubre de 2019

ES MEJOR RECICLAR

Hoy me he levantado con ganas de marcha. La mañana brilla como el lustre de un palosanto. No sé si provocar un descarrilamiento con una moneda de dos euros o tatuarme todo el cuerpo con una imagen a tamaño real de mí mismo. No he dormido bien, alguien ha dejado unos huevos podridos en mi cerebro. Me da vergüenza admitirlo, pero soy de los que lee libros gordos en el metro; creo que voy a ser más inteligente si practico la lectura acompañado de ese leve traqueteo. Mientras duermo siento que me hago más inteligente y sabio; como si un fantasma depositara cosas y experiencias en mi subconsciente; como si mi cerebro fuera una despensa que almacena de todo. Es cierto que algunas cosas que sé y otras que aprendo no valen para nada, por eso intento deshacerme de ellas enseguida. Mi mente es flexible, es mi gimnasio espiritual. Pienso luego existo, ¿no? Pues eso. En la cocina huele mal. Anoche me hice algo frito. Seguro. ¿Huevos estrellados? Puede. También bebí cava. Ay, sí, huevos. Ahora me acuerdo. El espumoso combina muy bien con la textura de la clara y la yema. En la sartén ha quedado una capa blanquecina y gelatinosa. Es el aceite sobrante que se ha enfriado. Da asco pero mola tocarlo, tiene el aspecto de una crema, incluso me untaría con ella. Es mi mejunje cerebral, mi materia gris, mis sesos, mi mollera, mi entendimiento coagulado, mi cordura y mi sensatez hecha manteca, la viscosidad untuosa de mi intelecto, mi talento, toda mi astucia y mi grasienta imaginación. Mi esencia. Podría lanzar toda esta porquería oleosa por el desagüe, pero no lo voy a hacer. Es mejor reciclar. Así que haré jabón casero.       

jueves, 3 de octubre de 2019

¿QUE LUZCA EL SOL TE HACE FELIZ?


Tú, que eres de aquí, tienes la gran suerte de poder hablar con esta playa y con este majestuoso castillo templario; también puedes hacerlo con el Sol y manifestarle lo feliz que te hace que luzca cada día. Díselo, que sepa lo importante que es para ti que brille resplandeciente la mayor parte del año. Le gustará saberlo. Es el astro rey, la estrella luminosa y el centro del sistema planetario, una deidad, lo más parecido a un dios. Es normal que lo adores y lo tengas en alta estima. Dirígete a él con humildad, hazme caso; te contestará a través de su energía. Pero quítate de la cabeza la creencia esa de que su luz puede curar o transmitirte fuerza espiritual. Son paparruchas de la pseudociencia y los curanderos. Los médicos y los profesionales de la salud desaconsejan la práctica de mirar al sol. No hagas tonterías con tus retinas, ya que ese acto inconsciente podría producirte graves daños en los ojos. La cuestión es que no lo mires directamente, puede cegarte, ya sabes las historias que corren acerca de mirar al Sol y la estupidez humana. Ten en cuenta esta advertencia, y, por lo que más quieras, ni se te ocurra ponerte gafas de sol, sería una falta de respeto. No sé… Igual deberías replantear tu afirmación sobre lo feliz que te hace que luzca el sol. ¿Estás seguro? ¿Serias igual de feliz si uno de esos días que el sol luce radiante alguien de tu familia sufriera un terrible accidente? ¿Eh…? ¿Qué me dices a eso? No hace falta que contestes. Puede que me equivoque o sea un exagerado o un cenizo, pero el hecho de que luzca el sol no es lo que realmente te hace feliz.     

miércoles, 2 de octubre de 2019

EL MALTRATADOR


El señor que da rienda suelta a su violencia lo hace en una habitación destinada para ello. En ese pequeño espacio, que en realidad es la salita de estar de su casa, se desfoga y da salida a la rabia y a la furia desmedida de sus arrebatos. Ese encabritarse lo tranquiliza más que cualquier otra terapia, pero la habitación queda destrozada, sobre todo el televisor, que recibe palos por todas partes y acaba inservible. Luego, cuando se apacigua y toma conciencia de lo que ha hecho, arrepentido, repara los daños de la habitación y compra un televisor nuevo; no podría vivir sin él. 
     Por una cuestión de apego, el televisor que adquiere en su establecimiento de confianza siempre es el mismo o un modelo similar. Es importante que se asemeje y sea lo más económico posible, ya que ha llegado a destrozar doce monitores en un año, uno por mes. El dependiente, un chico que conoce todas las marcas y los nuevos avances tecnológicos, le aconseja que adquiera un plasma con sistema inmunológico; sí, el mismo que tenemos los humanos cuando nos hacemos un corte en el brazo y se nos cierra al cabo de unos días. «Este modelo se autorepara», le asegura. «No le va a defraudar y le va a durar mucho más». Y, efectivamente, el nuevo televisor aguanta las envestidas y los palos de este energúmeno. La pantalla llega a sufrir todo tipo de daños: golpes, rayaduras, incisiones, trompazos, perforaciones, quemaduras…, pero, gracias a la implantación de este sistema innovador, se recupera en apenas unos días, como una herida humana.