lunes, 30 de septiembre de 2019

DIOS ES PODÓLOGO


Con una mirada consigo detener el tiempo y que gran parte del agua salada que cubre la superficie terrestre se convierta en una masa gelatinosa y compacta. Mi propósito es girarla del revés para que los hombres y las mujeres que se zambullan en ese momento queden sumergidos en la ingravidez de un mar pegado al cielo, de manera que sus pies queden al descubierto, suspendidos en el aire. ¿Hay algo más bonito y propenso a los placeres sexuales que un pie humano? Esta extremidad es un milagro biomecánico que merece su protagonismo. Llevo demasiado tiempo compartiendo mis catástrofes y mis grandezas, por lo que ya viene siendo hora de que se contemple este pequeño prodigio como lo que es. Tiene veintiséis huesos, treinta y tres articulaciones y cien músculos y tendones. Su preciso mecanismo ha mantenido a los humanos en equilibrio, ha soportado su peso y los ha desplazado a velocidades variables. Qué se le puede pedir más.    

martes, 24 de septiembre de 2019

333 OJOS


El chico que sirve a los clientes del hotel observa con cierta tensión la torre de platos y tazas que sostiene con su mano ortopédica.
   Los camareros se han convertido en meros transportistas de platos, vasos, cubiertos y otros utensilios que se disponen sobre una mesa y cumplen con su función culinaria. En este tipo de establecimientos, ya sean bares, restaurantes, hoteles, o similares, se sirve al comensal sin ser preciso poseer una formación específica ni conocimientos sobre gastronomía. Esto es una circunstancia que, al parecer, no tiene demasiada importancia porque nadie detecta esa carencia profesional por ser una tarea relativamente sencilla.
     Hace dos años, cuando el subdirector y jefe de personal del hotel entrevistó a este chico para formar parte de la plantilla de camareros, percibió su disposición y las ganas de trabajar en la empresa. Lo sorprendente fue que, durante los veinte minutos que duró la conversación, no detectó su minusvalía, y el chico, algo inquieto por causar buena impresión, no la ocultó, la mostró sin rubor ni complejos, con la naturalidad de quien se acepta con esa evidente particularidad. El subdirector se limitó a formular sencillas preguntas para comprobar que no era un psicópata y que poseía el sentido común que se requiere para trabajar cara al público. «Amabilidad y empatía. Eso es todo lo que se necesita», le dijo. Desde entonces trabaja felizmente dando el servicio de desayunos en este hotel de cuatro estrellas.
     Cada mañana, los clientes que se hospedan en el hotel y bajan al comedor para desayunar tampoco detectan nada extraño en el chico. Es cierto que su prótesis es una buena imitación, pero es sencilla, una de las más básicas. No es una articulación cibernética ni está recubierta de piel humana para que se parezca a las de carne y hueso. Es de resina, rígida, de una sola posición, inarticulable como la de un Playmobil, y, con solo echarle un vistazo, salta a la vista que por ella no corre la sangre, y su color antinatural, mucho más pálida que la otra mano.
     A estas alturas, al chico le molesta que nadie se haya dado cuenta de que es manco. No entiende cómo es posible que incluso sus compañeros de trabajo, con los que pasa cuatro horas todas las mañanas, no se hayan percatado de esa palpable anomalía. La gente no presta atención a los detalles, están de vacaciones, de acuerdo, pero ellos… Parece que tengan los sentidos atrofiados.
     Ajustar su prótesis en el bulto de carne cicatrizada es lo primero que hace al levantarse; luego se dirige al hotel para servir lo mejor posible a las personas. No le faltan ganas ni ilusión en lo que hace. No obstante, la angustia que siente día tras día por este hecho incomprensible y falto de sensibilidad desemboca, justo hoy, en un espasmo nervioso, en un temblor que sacude violentamente su brazo derecho. Y, sin poder evitarlo, se le escurre la torre de platos y tazas que tiene encajada en la rígida concavidad de su pulgar y los demás dedos.
     Mientras la loza se precipita contra el suelo, el chico vislumbra su porvenir. Y es durante ese breve espacio de tiempo cuando intuye su declive, su decadencia, incluso la penosa soledad que le espera. El ruido de la cerámica que explosiona contra el mosaico del comedor alerta a los comensales, a sus compañeros y al metre de sala. Por un momento se convierte en el centro de atención; todos se sobresaltan ante el estallido de platos y se giran hacia él como si un foco de luz lo iluminara. Su cuerpo se encoge como si quisiera desaparecer, se siente avergonzado, pero al final levanta la cabeza del suelo y se percata en la mirada compasiva y benevolente de los clientes; en el rostro piadoso e indulgente de sus colegas de trabajo que, sin pensarlo, le ayudan enseguida a recoger los innumerables trozos esparcidos por la zona que pertenece a su rango. Todos quitan trascendencia al accidente, incluso el metre, que le da unas palmaditas en la espalda para que no se preocupe. «Nos puede pasar a todos», le dice con ojos de dulce gatito y una dudosa absolución que le atraviesa como un sable. En un momento todo queda impoluto y limpio, como si nada hubiera ocurrido, sin embargo el chico sigue inmóvil en su sitio, compungido, con una pena que nada tiene que ver con su torpeza.
     Abstraído en sus pensamientos no aparta la mirada de la ortopedia ajada que permanece todavía en el suelo, junto a la máquina de los zumos, como si se tratara del asa rota de una taza, totalmente inapreciable a los trescientos treinta y tres ojos que se encuentran en la sala.

domingo, 22 de septiembre de 2019

LIMPIEZA HUMANA


El acceso de entrada a las actuales viviendas son aberturas circulares de unos cincuenta centímetros de diámetro. Las antiguas puertas, debido a la similitud que guardaban con el tallado y el barnizado de los féretros (sobre todo si se disponían verticalmente), se suprimieron del diseño inmobiliario por prevalecer en el subconsciente como una metáfora de lo funerario y lo macabro. Una profunda espiritualidad ha hecho mella en las almas de los hombres y las mujeres que tienen la convicción de que el estereotipo de Dios no debe contener aristas ni angulosidades, pues la forma de la perfección se entiende y se concibe mejor en la redondez. Además, tienen la certeza de que la salvación puede alcanzarse en una dimensión distinta al plano físico, y ese abrumador planteamiento ha influido a la hora de fabricar los hogares modernos, ya que, lejos de asemejarse a las construcciones de ladrillo y hormigón, ahora se conciben como reductos adosados unipersonales que pueden dar vueltas y vueltas en cualquier momento con el propósito de que la fuerza centrífuga limpie cualquier pecado cometido.

viernes, 20 de septiembre de 2019

MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS


Resulta que hay un hombre que es arte moderno. Su cometido consiste en acudir cada día al museo, subirse sobre una peana de un metro cúbico y pasarse ahí todo el día, hasta que el museo cierre. No es un artista, ni un actor, ni un comediante. Tampoco es exactamente un mimo, ni un malabarista, ni alguien que pertenezca al mundo del espectáculo y tenga algún talento. Nada de eso. Es alguien como tú o como yo, un hombre aparentemente sencillo que viste sin estridencias –unos vaqueros y un polo–, y, aunque parezca inverosímil, escenifica una vida normal en ese pequeño espacio, sin articular palabra.
     La primera vez que visité el museo me identifiqué con sus gestos. Eran las típicas acciones que podíamos realizar en la intimidad de nuestra casa: batir huevos, bostezar, mear, limpiarse la cara, leer… Pero cuando me acerqué más y me detuve junto a él fue como si mis pensamientos estuvieran flotando sobre mi cabeza y pudieran leerse como los bocadillos que dan voz a los personajes de un cómic, ya que, de repente, como si pudiera ojear los renglones de mi conciencia, contrajo su cuerpo y fue adoptando la forma de lo que, paralelamente, se ideaba en mi mente. Y eso me sorprendió, porque no trataba de mimetizar sencillos y recurrentes movimientos. Qué va, nada de eso. Iba mucho más allá: entró en mi psique y, con una flexibilidad inesperada y prodigiosa, escenificó lo que se fraguaba en mi imaginación. Y os puedo asegurar que no era algo insustancial o leve. Era una evocación repulsiva e irracional que a veces se manifestaba en mí como un miedo. No sé de qué manera supo captar esa abstracción mental y canalizarla a través de su cuerpo, retorciéndolo y enroscándolo como una serpiente. Pero el hombre, que no tendría más de cincuenta años, tras unos segundos convulsionándose, se quedó inmóvil, supurando un líquido lechoso entre sus pliegues. Se construyó una masa corpórea en el aire: la plasmación de mi estimulación cerebral y la precisión de su pose. Una maravilla que producía pánico, repeluzno y belleza a la vez; un nuevo tipo de monstruo.
     Luego pasé a la siguiente manifestación artística: un chicle pegado en la pared, enmarcado como un cuadro.