23ª crónica de un confinamiento improvisado
Hay un perro callejero al que admiro. Se pasea cada día por la calle y
se detiene debajo de mi ventana a las 14h. Me mira con ojos tristes y jadea. Tiene
hambre. Le tiro una bolsa de plástico con sobras y así comparto mi comida con él.
Hoy espaguetis. Así tendrá fuerza para hacer frente al trío de ocas salvajes que
se creen las dueñas de la calle, por no decir del pueblo. Me encanta verlo
comer arrastrando el hocico por la acera. Pobrecito. Tiene coraje al hacer
frente a estas bestias de pico naranja, pero no puede con ellas, son muy agresivas.
Ayer recibió algunos picotazos y sus aullidos me llegaron como puñaladas.
Parece que los sueños que no caben en el dormir se manifiestan en el
día a día del que sueña. Esta realidad que os cuento era un episodio que se
repetía en mi onirismo nocturno. Espero que no aflore mi pesadilla sobre catástrofes.
O puede que ya lo esté haciendo a través de la imperceptible presencia de este
virus. Sueño a menudo con un faro y la muerte. La música que escucho es
demasiado trascendental, hoy El canto del
destino, op.54, de Brahms. No entiendo el mensaje que entona el coro, pero
hace que mis visiones sean lánguidas y decaídas. Establezco una relación con la
muerte a través de un faro ubicado en el borde de un acantilado rocoso. No
ilumina a los barcos que navegan a medianoche, sin embargo, el tétrico monumento
que desfila por mi subconsciente apunta al cielo como una gran sinfonía y mantiene
intacta su cercanía con el abismo. Yo asciendo lentamente por su oxidada escalera
de caracol y, en cada peldaño que piso, cruje su inestable esqueleto a causa
del peso de mi miedo.
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