28ª crónica de un confinamiento improvisado
Las señales más frecuentes de los muertos suelen ser mensajes positivos
diciéndonos que están bien y que nos protegen; que no debemos sufrir por ellos
ni por nada; y que todo irá bien. Rara vez son mensajes negativos que infundan
mal estar. Los muertos son optimistas por naturaleza. Intentan aliviarnos del
peso de la realidad. Y es cierto. Mi abuelo y mi abuela eran los propietarios
de la casa donde vivo y no paran de expresar lo contentos y orgullosos que
están de que sea yo el que la habite. Me han hecho muy feliz, pues ahora me
vería pagando una hipoteca.
No es tan extraña la comunicación entre vivos y muertos. Creo que acoger
este tipo de fenómenos nos hace más humanos. Ellos, los difuntos, que
normalmente suelen ser familiares, nos hablan y se dejan ver, e incluso cambian
su estado traslúcido por otro más corpóreo para que podamos tocarlos y abrazarlos,
aunque ahora, a pesar de que ellos no tienen nada que perder, también respetan las normas
de la cuarentena.
Debemos aceptar que no estamos locos si vemos u oímos este tipo de revelaciones.
Las vive mucha gente. A veces, cuando
doy por perdido o desaparecido algún objeto, mi abuelo, que es un cachondo, me
hace señales para que lo encuentre. Tuerce o descuelga los cuadros del comedor, apaga y
enciende las luces, da portazos, conecta la tele, la radio, la
lavadora, que sé yo. Primero me asustaba pero luego supe que era él. Son inconfundibles
sus ocurrencias. Al final, cuando se cansa de hacer el tonto, me marca un
camino con bolitas de suciedad que recoge del pasillo para que dé con el objeto.
Mi abuela es distinta. Es cerrada, más seria, y va a la suya. Es devota a sus santos y a
sus rezos. No es de gastar bromas ni de hablar mucho. Es más introvertida. Pero ayer
mismo, 9 de abril y jueves santo, con esa capacidad que tiene para atravesar
paredes, la vi eufórica y fervorosa aporreando un cazo en el balcón de enfrente.
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