39ª crónica de un
confinamiento improvisado
Me quedo inmóvil delante del espejo del cuarto de baño observando mi
apariencia. Abro el grifo y dejo correr el agua. El sonido estimula la nostalgia
que me excava por dentro. Recuerdo un pasado trágico. Mis ojos generan un
parpadeo rápido y la esclerótica se humedece. A veces una voz interior rememora
mis traumas y golpea las paredes de mi conciencia para comprobar si los he
superado. Qué curioso es todo. Si el alma deja de estar inválida la mirada se
vuelve positiva.
Ahora el mundo es de cristal y la humanidad se clava las esquirlas que han
quedado suspendidas en el aire por la detonación de un virus. Somos frágiles, de
carne y hueso.
Antes de los aplausos de las ocho me cortaré el cabello y me vestiré
con un jersey de rombos. Son aconsejables pequeños cambios de imagen. Mejor eso que
inventar miedos. La sensación de angustia que generamos por la presencia de un
peligro, ya sea real o imaginario, no tiene nada que ver con capacidad de ser creativos. Solo es una manera de perforar a nuestro
cerebro, para despertar lo sombrío de la mente y que nuestra mirada se pierda en cualquier punto de la nada.
Hoy seré el hombre que fue lunes y mañana el que fue martes. Así hasta
el final de mis días. No me entristece que pase el tiempo ni que los azules del cielo vayan
deviniendo a grises. Miraré en derredor como si el paisaje fuera bello, nunca
será peor que la negrura de vivir entre las tinieblas de la mente. Por eso me
siento capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo y de dominar el decaimiento.
Soy un hombre efervescente. Así lo demuestra esta orina que expulso con la fuerza
de un sifón, que hace borbotear el agua amarilla del inodoro.
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