Siempre lloro cuando tengo hambre.
A veces estoy en el trabajo atendiendo a algún cliente y, de repente,
se me humedecen los ojos, se me apodera un incómodo decaimiento. Es el hambre.
Nadie lo imagina. Pero cuando me siento famélico me cuesta mucho contener el
llanto. Las lágrimas están ahí, en los ojos, y, como si tuviera un tic
incontrolable, me asalta la necesidad por comer algo inmediatamente. Por ahora
nadie se ha dado cuenta de este curioso trastorno. Para que no adviertan esta extraña
y repentina melancolía, pido a los clientes que me disculpen un momento. Me levanto
de la mesa y los dejo ahí, sentados en mi oficina. Necesito ir al baño, encerrarme
un momento y calmar mi apetito. Pensarán que mi indisposición es debida a las necesidades
fisiológicas. Para nada, pero mejor que piensen eso. Es
embarazoso que, sin esperarlo, vean cómo un señor de cincuenta años puede arrancarse
a llorar desconsoladamente por el hecho de estar muerto de hambre.