34ª crónica de un
confinamiento improvisado
Esto es lo que hago: dar vueltas alrededor de un taburete y subirme en
él. Si algún vecino me ve pensará que estoy haciendo deporte. No apreciará que
estoy triste. Me gustaría tener la voz de Leonard Cohen para infundir respeto a
ese bicho imperceptible que nos anula. Ya tenemos suficientes detalles del
miedo.
Voy a dibujar una caricatura mía sobre un pequeño papel que tenga las dimensiones aproximadas de
un sello. Resaltaré mi alopecia, mis mofletes de cerdo y mis orejas pandas. A continuación pegaré mi diminuta creación en el carnet de identidad o en mi permiso de
conducir para alegrar a los agentes que me paren de camino al trabajo o
volviendo a casa. Nos echaremos unas risas. O eso o llorar. Ojalá tuviera las lágrimas contenidas en los juanetes. Ya está bien de tenerlo todo en la cabeza.
Quiero pensar con los pies y expresar mis emociones a través de las
articulaciones del tarso y el tendón de Aquiles. O que se me duerman otras partes
del cuerpo que no sean las de siempre. Podría dormírseme un rato el cerebro o
el corazón o los pulmones; ellos nunca duermen. Alguien con solera debería
tirarme las cartas del Tarot y predecir mi futuro. ¿Recorreré el mundo sobre
una tortuga? Esta crónica no tiene ni pies ni cabeza.
Me voy a mi cuarto, ahí soy alguien.
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