45ª crónica de un
confinamiento improvisado
Cuando algo se afloja en mi cuerpo he de ir al baño enseguida. Es una
sensación que me abarca por dentro completamente. Me entra un mareo parecido al que sufría de pequeño
cuando subía a lomos de aquellos lastimosos ponis de feria que daban vueltas
lentamente.
Hasta hace prácticamente unos años ese aflojamiento se debía a la
actividad tóxica de mi cerebro por querer analizar obsesivamente cuestiones que
no deberían ocupar ni un segundo de mi tiempo. Pero lo ocupaban. Durante mi
adolescencia, esos pensamientos me removían tanto que podía evacuar tres o
cuatro veces antes de que llegara el mediodía. El problema lo tenía cuando cogía
el autobús por la mañana para ir al instituto. Sufría infinitos retortijones y
no era capaz de aguantar mis flatulencias, por lo que, el compañero que se
sentaba justo detrás de mí, el bueno de Marc, se los comía como un campeón y sin
rechistar. Entiendo que algunas veces me guardara el sitio para que me sentara a
su lado, pero yo no reparaba en su cortesía y me sentaba donde siempre. Me abstraía
en la voz de mi ángel de la guarda; en las recomendaciones de ese amigo invisible
que todos hemos tenido alguna vez. Durante el trayecto me decía que estuviera
tranquilo, que ignorara mis miedos y que no me preocupara por ese enjambre microbiano
que habitaba en mi estómago. Que con el tiempo todo iría desapareciendo, y que
no tuviera ningún complejo, pues cagar en demasía nunca había sido algo por lo
que preocuparse. La voz era cercana, suave, blanca, sin modulaciones, reconfortante
como el zumbido de una abeja o el susurro del agua cuando sale del grifo.
Llegué a pensar que tenía una resquebrajadura en el estómago o una inflamación gastrointestinal.
Poca broma con los virus. Recuerdo que una gripe estomacal dejó tocada a toda la
plantilla de un equipo de fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario