44ª crónica de un
confinamiento improvisado
Ante la confusión y el pánico la naturaleza animal tiende a correr, a
empujar, a atropellar, a embestir, a arrollar, a pisotear, a derribar… En casos
extremos una estampida humana no siente lástima. Sálvese quien pueda sería la
máxima. Ojalá la naturaleza vegetal también pudiera reaccionar así y
desprenderse del suelo para huir de un incendio o de cualquier amenaza.
El hombre no está prendido por raíces. Tenemos libertad de movimiento y
en nuestra esencia no está permanecer enraizados a un territorio como los
árboles y las plantas. Sin embargo nuestra evolución ha supuesto el peor castigo
para los bosques, porque hemos talado sin control su leñosa y bella verticalidad
y hemos provocado infiernos sin ser conscientes del daño.
Hoy podrán salir los niños a disfrutar de la naturaleza durante una
hora. Para ellos será como el día de Reyes. Su inocencia no tiene la culpa de
nada pero nuestra raza bípeda sí. Los humanos tendremos muchas virtudes si
enfocamos nuestra percepción al talento individual, pero, cuando se hace un
zoom y elevamos el foco de atención, el panorama global que se contempla en la
piel del planeta evidencia una terrible plaga de aberraciones. No hemos podido progresar de otra manera sin herir a nuestros bosques y a nuestra flora.
Aparentemente no sufren porque no gritan como los humanos. Su indefensión por
hallarse agarrados al terreno ha sido su desgracia y nosotros hemos sido y somos
su peor germen de destrucción. Por eso, ahora que nosotros debemos reducir nuestra
movilidad para que otro microscópico virus no nos vapulee, sería bonito que las
tornas cambiaran y que varias manadas de árboles ansiosos de venganza se desprendieran
de la tierra y visitaran las urbes para castigar a aquellos insensatos que nunca han respetado
a la madre naturaleza.
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