35ª crónica de un
confinamiento improvisado
Desde que he vuelto a trabajar he soñado tres veces consecutivas con
los mismos ojos. Justo las veces que me he cruzado con la joven poseedora de
ellos, pues, para evitar riesgos, su rostro iba cubierto por
una mascarilla, y su lánguida mirada fue lo que más llamó mi atención.
Eran profundos, bellos, y contenían un cielo que lloraba.
El primer sueño lo tuve el pasado martes y vi como esos ojos de mujer se
avivaban en el rostro de un hombre que se limpiaba los dientes frente al espejo con el ímpetu y el brío que le marcaba el inicio de la Sinfonía núm.5 de
Beethoven.
En el segundo sueño, esos mismos ojos, azul verdosos y de largas pestañas, estaban encajados en la mirada asustadiza de un perro callejero que aullaba a mi ventana.
En el segundo sueño, esos mismos ojos, azul verdosos y de largas pestañas, estaban encajados en la mirada asustadiza de un perro callejero que aullaba a mi ventana.
El último fue el de ayer, y, como en las anteriores ocasiones, esos globos
oculares se incrustaron en la rugosa corteza de un árbol, en la parte media del
tronco de un olmo. Su pupila se dilataba y se contraía en impulsos nerviosos y su
esclerótica pasaba de una palidez lechosa a un purpura cruento. Sus ramas se
agitaban, trataban de aplaudir pero se enredaban, y de su boca
resinosa manaba un chorro de palabras: «tengo la solución para detener el
coronavirus», repetía desde la espesura de su copa.
Hoy es viernes, espero seguir soñando con esos ojos. En ellos adivino un sol amarillo cada mañana o que las nubes presagien despojos.
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