Una
tarde llamaron a la puerta. Primero al timbre y luego aporreando la puerta con
los nudillos. Mi padre pegó el ojo a la mirilla.
–¿Quién
es, papá? –le pregunté exaltado.
–Nadie
hijo. No te preocupes. Sigue con tus cosas.
–¿Cómo
que nadie? Han golpeado con insistencia.
–Tranquilo,
no te inquietes, sería complicado explicártelo.
–Pero…
¿Quién es? ¿Qué pasa?
–Ya
te he dicho que nada. A ver… Aparentemente he visto la silueta de un señor; una
sombra densa y vaporosa. Nada por lo que preocuparse. No tengas miedo.
–¿Ha
llamado un fantasma?
–No
hijo, los fantasmas no existen.
–Entonces,
¿qué demonios ocurre, papá?
–¡Atiende!
La voz de los sordomudos –sin tenerla– no es silenciosa, ¿verdad? Es, más bien,
desgarradora y chillona como una herida que grita… Exactamente igual de ruidosa
y escandalosa que la llamada a la puerta del hombre que no estaba. ¿Te ha
quedado claro?
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