El
aforo del comedor del gran hotel estaba completo, abarrotado de comensales de
todas las nacionalidades. Uno de ellos, un señor inglés que cada mañana se
abandonaba a la glotonería, se atragantó y empezó a toser compulsivamente. La
mesa de al lado, como si de un virus contagioso se tratara, empezó también a
hacerlo. Y le siguió un dominó de mesas. Sofocantes golpes de tos perruna
avanzaron por el comedor como una plaga, afectando a todo el personal:
camareros, cocineros, encargados de buffet, ayudantes de metre e incluso al
propio metre, que no se explicaba esa inesperada convulsión. El director,
alertado por la ruidosa y tremenda carraspera producida al unísono, entró en la
sala para comprobar qué estaba pasando. Sus ojos se inyectaron en sangre, parecía,
también, afectado por la extraña epidemia a la que todos estaban sometidos. Pero
él no tosió, pudo reprimir el impulso de ese incomprensible ataque de tos
ferina y, en su lugar, explotó con un potente estornudo. El comedor enmudeció
de golpe. Hubo un minuto de silencio. Hasta que una señora francesa cercana al
director inició una nueva trasmisión al
estornudar compulsivamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario