Una pareja joven y bien
avenida se toma una sangría fresquita en una terraza. Yo estoy en la mesa de al
lado, pendiente de lo que hablan, pues lo hacen en un idioma que no consigo
identificar de todos los que hablo. Me ladeo hacia ellos para escucharles mejor,
pero mi empeño resulta baldío; cesa la conversación de golpe, se han molestado.
Les digo hola en más de quince idiomas, educadamente, pero ellos, sin terciar
palabra, me hacen varios cortes de manga extendiendo su dedo corazón. Se crea
tirantez y mala leche. Entonces, es cuando les oigo perfectamente llamarme capullo.
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