Para gustos,
colores; y Fulgencio los tenía todos. Era variopinto, divertido, con el don de
armar un guirigay y de tener siempre metida la risa en las pupilas; de carota
blanca y ancha como una luna llena, y, según se viera, su larga melena estaba salpicada
de hilillos de plata que resplandecían. Era peludo como un oso, tripudo, y estaba
orgulloso de sus pechos, pues eran la única parte de su cuerpo que no tenía
vello. Eran turgentes, definidos, bien hechos, más que los de algunas mujeres, del
tamaño de una naranja, e ideales para que las manos los cubrieran.
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