No éramos una pareja como tantas
otras. Las tardes que decidíamos dar un paseo por la rambla del pueblo, yo caminaba
delante de él a paso ligero y él permanecía detrás de mí, siguiéndome a varios
palmos, como un guardaespaldas. No nos cogíamos de la mano porque no me gustaba
dar muestras de cariño en público, me daba vergüenza. Y si durante esa salida me
detenía a hablar con alguien, él también lo hacía a mi espalda, sumiso y entregado,
esperando cabizbajo a que reiniciara la marcha. De esa manera nadie podía
pensar o decir que éramos la típica pareja.
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