La matanza del cerdo resultó ser
un procedimiento muy limpio, nada de sangre a borbotones ni gritos ahogados de
sufrimiento. Más bien lo contrario, el animal, dócil, se dejó coger por el
matarife y sus ayudantes como quien traslada un sofá de un sitio a otro. Lo coloraron
en una gran máquina de acero, ajustaron su rechoncho trasero a una cuchilla circular
y, cuando el disco empezó a girar a gran velocidad, apretujaron su carne a la
afilada hoja. Salieron finas lonchas recién cortadas de jamón de jabugo, chorizo,
salami, jamón de york, chóped y una apetitosa mortadela de olivas.
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