Un joven estudiante universitario
programó la alarma del despertador para que sonara cada cinco minutos, aunque cada
vez la silenciaba con un toque de su mano. Así estuvo más de una hora. Hizo intentos
por reaccionar al insistente aviso, pero fue en vano. Su desvaído cuerpo no
conseguía desperezarse, tenía mucho sueño. Y cuando quiso reaccionar ya era
demasiado tarde, esa pereza propia de los holgazanes acabó con él. Se fue
hundiendo poco a poco hasta ahogarse en el interior del colchón de muelles, y sus
inocentes compañeros de piso todavía creen que desapareció en la biblioteca de
la facultad.
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