Un año de vida en los perros equivalía
a siete en los humanos. Lo recordaba cada día porque en pocos, los suficientes como
para quererlo, mí joven y precioso mastín estiraría la pata. Para no sufrir tanto
esa pérdida que vendría había decidido evitar los mecanismos de cariño. No lo achuchaba,
ni lo acariciaba, ni le besaba el hocico. Solo lo sacaba a pasear y lo
alimentaba con su pienso. Nada de sobras, ni recompensas, ni hablarle con
afecto, ni mirarlo como a un ser querido. Le marcaba bien los límites, para que
tuviera claro que solo era de compañía.
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