El pequeño Eduardo era muy
madrugador, incluso los fines de semana. Mientras todos dormían, él se dedicaba
a rondar por el cementerio. En ese lugar, más allá de lo fúnebre y lo macabro, se
sentía bien, apreciaba su encanto y valoraba que todo estuviera tan bien
cuidado y limpio. Le gustaba palpar los relieves de las lápidas, leer las sentidas
dedicatorias, oler las flores que iban reponiendo y observar las fotografías de
los allí yacentes. No advertía tumbas herméticas ni sepulcros de muerte, sino más
bien un albergue de pequeños dormitorios individuales donde sus perezosos
compañeros se quedaban durmiendo demasiado.
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