lunes, 2 de febrero de 2015

¡¡ OOOOOOHH !!



Mi grito de Tarzán era una birria comparado con el que emitía Weissmüller en las míticas películas de los años treinta. Ese rey de los monos cinematográfico era un salvaje en taparrabos bien peinado que nunca perdía los nervios y, además, poseía una portentosa capacidad pulmonar. El mío, por mucho que lo imitara con mis tres hijos varones a la vuelta del colegio, lo comparaba más a un chillido descontrolado y gallináceo que funcionaba como liberador de tensiones, equilibrador de chacras y como una sonora sirena que alertaba a los chiquillos cuando sentenciaba perseguirles con la alpargata en la mano.

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