Mi grito de Tarzán era una birria
comparado con el que emitía Weissmüller en las míticas películas de los años
treinta. Ese rey de los monos cinematográfico era un salvaje en taparrabos bien
peinado que nunca perdía los nervios y, además, poseía una portentosa capacidad
pulmonar. El mío, por mucho que lo imitara con mis tres hijos varones a la
vuelta del colegio, lo comparaba más a un chillido descontrolado y gallináceo
que funcionaba como liberador de tensiones, equilibrador de chacras y como una sonora
sirena que alertaba a los chiquillos cuando sentenciaba perseguirles con la alpargata
en la mano.
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