La soprano había educado su voz
concienzudamente y había identificado en ella varias voces. No sabía cuál era la más natural, todas las aceptaba como suyas, aunque iban cambiando de
tesitura y resonancia en función de con quién se hallaba. No estaba reconciliada
con su verdadera voz, no se reconocía en ningún tono y sentía que era, al
menos, ocho personas distintas. Una era la cantante que entonaba en los
escenarios, otra la que se relacionaba con su marido, otra con sus hijos, con
sus padres, con su hermana, con sus amistades, con su gato y finalmente con los
desconocidos.
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