La luz del sol que entra por la ventana acaricia el rostro impasible
del señor que acuchilla brutalmente a su esposa. Lo hace en la cocina, mientras
ella limpia los cacharros. Han comido un arroz con verduras que ella ha
preparado. Estaba delicioso. Aun así, él ha encontrado pegas. El paisaje que ha
quedado le evoca ternura y lástima de sí mismo. Se mira las manos, y en sus
palmas advierte como las finas líneas de piel que se entrecruzan forman una eme
mayúscula más vistosa que nunca. El viejo reloj de péndulo marca las cinco. Es
la hora del paseo. El hombre, que está lleno de profundos silencios, se despoja
de la ropa salpicada y se da una ducha. Se arregla y sale a la calle. El cielo
está limpio, barrido de nubes, los pájaros trinan y el parque por donde suele
caminar está envuelto de una nostalgia cortante. Hoy no irá por ahí. Algo le
ahoga por dentro, aunque no exterioriza nada. Sigue insensible a lo que ha
pasado e incluso se permite saludar afectuosamente a varios conocidos. Busca
otro lugar. Su cuerpo y su mente ya no son uno. El infierno se le asoma. Piensa
en esa eme, en las profundas grietas de un abismo, en la sangre que tiñe su consciencia,
y quiere borrar lo que ha hecho. Si puede lo intentará desde el puente.
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