Sucede que, cuando me siento bien, puedo ver la belleza en cualquier
parte. He llegado a percibirla en unas baldosas manchadas de la acera. Y esa singular
apreciación, tan similar a la contemplación estética de una obra de arte, culmina
en una sugestiva interpretación estética. Cuando algo vibra positivamente en
nosotros estamos tan vivos que todo lo que nos rodea alcanza un nivel superior.
La cuestión –y lo paradójico de todo esto– es que hace unos días me enteré por
un amigo de que esas baldosas fueron el escenario de un crimen. En ellas ha
quedado marcado un acto violento, un enfrentamiento, un recuerdo cruento y
desmedido para unos –los vecinos de la zona– y una investigación abierta para
otros –los investigadores que trabajan en el caso–. En consecuencia, ese pringue
abstracto y cromático del pavimento, que al principio veía como un lienzo ideal
o una plasmación llena de gracia, ha cambiado a una estimación mucho menos
imaginativa, por lo que ese plus de información ha influido en mí negativamente.
Y no debería ser así. A la violencia también le corresponde albergar belleza.
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