Dispuse mi cuerpo desnudo sobre una gran bandeja de plata, recostada
plácidamente como una maja, y me
ofrecí al león como un opulento manjar. Estirada sobre un mullido lecho de
lechuga y escarola, me aderecé con aceite, sal y especias, acompañándome de la carroña
de otros animales. Quería mostrarme apetecible para el superpredador que se
alimentaba de mamíferos de entre 190 a 550 kilos. Dejé a la vista el lustre de
mi blanca piel, y, con unas ramitas de perejil, ornamenté mi sebosa figura,
engordada durante meses para que este rey insaciable me viera como una
exquisita pieza de carne.
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