En el piso de al lado vive una voz que se levanta temprano y habla de
asuntos que no consigo oír con claridad. Es una voz masculina, grave, aunque
otras veces diría que es femenina, ya que se modula amanerada. A media mañana
se funde con otras, las de la radio, y, como si fueran familia, mantiene un
diálogo con los tertulianos de las ondas. Sobre la hora de comer se prepara la
comida y canta canciones de los 40 Principales. Es durante ese tarareo alegre cuando su
timbre se vuelve atiplado y diría que pertenece a una mujer sensible y cariñosa.
Por la tarde esa voz duerme, se relaja, se entrega a la siesta y da la
sensación de que no viva nadie. Pero entrada la noche, a eso de las ocho y
media, vuelve a la carga; enciende la televisión y discute con los presentadores
de las noticias y los colaboradores de los programas «Deluxe» que van luego. Las
veces que echan fútbol –demasiadas–, esa voz vecina grita e insulta sobresaltada
como un hincha violento. Y otras, cuando no hacen nada de bueno y la apaga, todo
vuelve a la calma y parece que se abandone al silencio; pero nada de eso… Esas madrugadas,
si acerco la oreja al tabique, la voz sigue tímidamente activa, cambia a otro registro,
el del lamento, y solo suspira.
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