No contar toda la verdad nos permite vivir más libres y mejor, ya que las
mentiras son licencias imaginativas que dan efervescencia a la comunicación. En
estas confesiones, propias de los humanos sin conciencia y también con ella, pueden
detectarse pretensiones piadosas y espeluznantes. Piadosas cuando pensamos que no
tienen importancia y mentimos para no causar pena o lástima, y espeluznantes
cuando se convierten en cuestiones más serias. No exagero si digo, por ejemplo,
que un señor zalamero y cariñoso puede manifestar continuamente lo mucho que
quiere a su esposa cuando, en realidad, lo que hace es engañarla todos los miércoles
con otra. Tampoco exagero si pongo en mi currículum que poseo un master en
finanzas cuando lo que hice fue un curso de contabilidad; por no mencionar a
los que interpretan un papel educado y recatado en su entorno familiar cuando,
un día, se revelan con un hacha como feroces parricidas. Nunca nos cansamos de
mentir; de contar las cosas de otra manera; de llevar las historias a nuestro
terreno, y, si hace falta, de expresar lo contrario a lo que sentimos. Lo
llevamos en los genes. Es posible que el peligro esté en nuestra curiosidad
insana, pues da la sensación de que las mentiras y las falsedades, junto a esa tendencia obsesiva
hacia las noticias desagradables, retorcidas y crueles del día a día, se están
convirtiendo en estupendas fábulas que enriquecen la tierra laberíntica de
nuestra mente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario