La nevera y yo hemos llegado a la vejez al mismo tiempo. Ella tiene sus
achaques, su luz interior está fundida y su corazón bombea haciendo un ruido desagradable,
como el motor destartalado de una barca de pesca. Tiene lesiones internas,
fracturas en las baldas y no hiela como antes. Es culpa mía. No la lleno. Paso
la mayor parte del día en casa de mi hija. Me obliga. No me deja hacer lo que hacía,
y cuando por la noche llego a mi casa para dormir–eso es innegociable–, mi
nevera agoniza. No le pueden quedar muchos días.
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