En una cafetería en la que todos son desconocidos, me siento en una
mesa y observo a alguien hasta que se dé cuenta que lo estoy mirando. Siempre
elijo a hombres. Al acecharlos con la mirada, ellos apartan la vista enseguida.
Se sienten incómodos. Al principio piensan que es un cruce de miradas y ya
está. Pero luego, cuando comprueban que persisto en mi fijación, noto como se
inquietan. Levantan levemente el trasero de su asiento y bajan la mirada; toman
un sorbo del café o de lo que estén bebiendo; cogen una servilleta del
servilletero, se limpian los morros o estornudan en ella; algunos van al baño y
otros miran a todas partes como si tuvieran un tic nervioso, y, al final, cuando
se calman, con disimulo –en eso todos coinciden– me miran de soslayo,
pensativos. «¿Qué quiere?», deben preguntarse. Yo sigo con la mirada clavada a
sus ojos azules, verdes, marrones…, sin pestañear, apoyando mi espalda en el
respaldo de la silla y acentuando aún más mi atención hacia ellos. La situación
se tensa. Se sienten invadidos, porque desde mi sitio, a unos escasos metros, les
araño la intimidad. Noto su fragilidad, el bajón
emocional que los descoloca, y eso me encanta, se les ve tan vulnerables…, tan
monos... Es entonces cuando decido poner fin a su angustia. Beso la punta de mis
dedos, los de mi mano derecha, y, con toda la intención del mundo, dirijo mi
palma hacia ellos, soplando mis yemas de la forma más lasciva.
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