El techo en blanco de mi casa es la libreta en la que escribo con la
mente. Siempre tumbado sobre la cama, con el pijama puesto y duchado, impoluto.
Es básico para poder imaginar historias creíbles que tengan ingenio, ya que hacerlo
empapado en sudor, con el sobaco alegre y vestido con ropa de deporte, no me lleva
a nada interesante que merezca ser leído; un tufo apestoso se pega en las
palabras.
Desde hace unos días, para darme un respiro con la escritura, estoy
metido en otro proyecto; uno de pintura. Y, como os digo, en ese lienzo del
techo –igual que en la blancura de las nubes– tengo la capacidad de vislumbrar
ideas, pensamientos, intenciones artísticas. Mi propósito es meterme de lleno
en el dibujo de nucas; en retratar a gente de espaldas. Que no os quepa la
menor duda que, cuando me ponga, lo haré aseado, pulcro, con la cara bien lavada
y, si el tiempo acompaña, tendido desnudo en la cama. Quiero estar a la greña,
crear una nueva moda artística, y estoy convencido de que mi excelso catálogo
de nucas podrá conmover al público más exigente. La gente está asqueada con los
gestos faciales, sobre todo con las expresiones hiperrealistas que se pintan al
detalle, como la alegría, la tristeza, el enfado, la sorpresa, el miedo y el desprecio.
Producen tal repeluzno y migraña… No podemos creernos nada de los rostros humanos.
Es mejor que la belleza se insinúe a través de los pescuezos y el cabello que
los cubre. Si puede ser, por favor os lo pido, no digáis nada sobre mi proyecto;
solo es una idea que me ronda y que espero pueda materializarse en una exposición
que titularía «Cogotes imaginarios».
No hay comentarios:
Publicar un comentario