Desde que la muerte
empezó a correrle por los huesos como un caballo desbocado, Julián dormía en un
ataúd dispuesto en su salón. Cada noche, se metía en su interior acolchado y se
decía: «No quiero morir perdido, no quiero morir perdido…». Ese era su gran
temor. Su soledad le hizo sentirse extraviado, y deseaba aceptar la muerte
cuanto antes; convivir con ella; y no al final, porque ya sería tarde. Purgaba
sus culpas; y entendió que debía ser más humilde, quitarse importancia; ser uno
más, sencillo, insignificante; y asumir que, aunque su corazón latiera, ya nadie
vendría a salvarle.
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