El café me pierde. Cada
mañana, al removerlo con la cucharilla, nace un viento cimbreante, una manga de
aromas que barré el cielo y origina nerviosos estallidos en mis pupilas. El confortable
maremoto derrumba mis paredes, abre los abismos de mi piel y hace rodar las hirientes
malezas de mi pensamiento al fondo de ese tifón infinito. Luego, cuando cesa la
marea y la negrura baña plácida los límites de la porcelana, me mantengo en el
limbo, esperando que la mandíbula del sabor muerda suave mi nuca, y dibuje con
gracia un elegante bigote de espuma bajo mi nariz aguileña.
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