El señor risueño que
siempre llevaba unas castañuelas en el bolsillo y amenizaba los bares con el
chasquido vivaracho de su repiqueteo, sufrió una paliza inesperada en su última
intervención. Fue tal el disgusto, que le dio por beber sin medida. Y, desde entonces,
aun sin comprender el porqué de aquella agresión tan desmesurada, vaga tambaleándose
por las calles, perdido, hablando a las farolas y a los gatos callejeros. No localiza
su casa; únicamente se limita a ponerse fino en los bares que encuentra a su
paso, sin atreverse a desplegar su gran habilidad con aquel pequeño instrumento
de madera.
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