Para el señor de
pelo pobre, la barbería del barrio era un lugar de introspección. Antes de ser
atendido, se examinaba las manos, restallaba sus dedos y descubría algunas manchitas
marrones que no tenía; balanceaba las piernas, se palpaba la redondez de sus
rodillas y notaba cómo todo le crujía; también se escuchaba por dentro. Cuando
llegaba su turno, se sentaba en el sillón del barbero y miraba con atención su pálido
rostro reflejado en el gran espejo. Se veía arrugado, gastado, como de yeso, haciéndose
carantoñas y ridículas burlas de niño, para alentarse, para aceptar el paso del
tiempo.
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