Una de las mayores
alegrías es cuando, sin esperarlo, te encuentras dinero en el bolsillo de
alguna prenda olvidada. «Eso sí que da la felicidad», diría mi padre; o que
broten billetes de las ramas de los árboles...
En casa no he dicho nada, pero
el otro día experimenté una sensación similar, pues me encontré ochenta euros
al bajar del coche. Fue en la calle donde suelo aparcar, junto al estanque, en
la parte baja del bordillo. Me agaché disimulando y, como quien se ata los
cordones de los zapatos, recogí unos papelillos azules bien plegaditos. Eran
cuatro billetes de veinte euros; más de lo que podía ganar trabajando en un
día.
Un remordimiento hizo que me sintiera
ladrón, sucio; pues alguien había perdido la pasta y yo iba a aprovecharme de
su desdicha. En eso era como mi madre: un tontaina idealista que se sentía mal
con todo aquello que no fuera merecido. Mi padre, en cambio, no se lo habría
pensado dos veces.
En fin, que la suerte me había sonreído; tan
solo debía aceptarla. Al fin y al cabo, era lo suyo. Pero a mí no me resultó
tan fácil. Al final hice lo que me dictó la conciencia: recogí únicamente dos
de los billetes; dejé los otros dos en el suelo y, sin perder de vista los
cuarenta euros dispuestos en medio de la acera, fui a tomarme una caña en un
bar próximo; pendiente de la persona que cayera en ese estupendo señuelo.
Pues, en tiempos de crisis, contemplar la felicidad del prójimo no tenía
precio.
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