Cuando la señora Eulalia empezó a
descansar de los años trabajados y a disfrutar del tiempo de ocio con su
marido, sintió que le llegaba su hora. La aceptó con fortaleza, resignándose a
la enfermedad que le sobrevino. Pero dejó claras varias cuestiones que debían
cumplirse a rajatabla. Una de ellas era la fotografía que debía colocarse en el
nicho donde sería sepultada; otra, las flores que debían engalanar su tumba en
el camposanto; y, la más importante, los tres elegantes trajes, ya escogidos, con
los que su esposo y sus dos hijos debían enlutarse el día de su entierro.
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