Genaro «el boinas»,
un jubilado corpulento y desaliñado, estaba sentado sobre un taburete frente a
la máquina tragaperras, sorbía su cazalla y despilfarraba su dinero. Lo insertaba
con recelo; y, cada vez que estiraba su brazo hacia la ranura, su ceñido jersey
de franela descubría el inicio blanquecino de su trasero: una «hucha» dejada que
me llevaba a pensar en lo funesto de la vida. Mi imaginación juguetona también se
interponía, y me proyectaba tras él, introduciéndole una moneda invisible en esa
basta abertura, y le accionaba el brazo hacia abajo; por si daba «avances», por si cambiaba mi fortuna.
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