En un momento,
viendo el telediario de la noche, me zampé todo el bote de banderillas; una
después de otra, como quien come pipas.
Su sabor avinagrado torció mi boca y se enganchó
en mi gaznate como un punzante narcótico; me elevó a las nubes. Un
júbilo loco me chispeó la médula, los costados, y no pude parar de reír, de
llorar…Pasaba de
la carcajada más impetuosa a la pena más triste. Sentía como feroces hormigas me
mordían la lengua sobre los temblores de una estrella lejana, junto a moscas
gigantes que surfeaban en un mar de cristales. Un sol incandescente me calentaba
la espalda y me fundía como una loncha de queso dispuesta sobre un bocata de
lomo hecho a la plancha. ¡Uff, qué apetito! Oí una voz; un murmullo lascivo que
me comía la oreja: «Abre los ojos atontado», me gritaba, «¿cómo no te fijas en
los pechos de la guapa presentadora?». Los abrí; espabilándome poco a poco ante
la exuberancia voluptuosa de aquella diosa que me hablaba. Me decía: ¡cómeme!,
¡cómeme! Y sí, estaba hambriento, con ganas de algo dulce; de fruta; de jugosas
peras, de naranjas, de melones…de lo que fuera, de algo que me saciara.
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