Para que las parejas perduren deben
darse una serie de «no sé qués» determinantes que conviertan «lo normal» del
inicio en algo «excepcional» con el paso del tiempo. Así lo creemos mi esposa y
yo; aunque nuestra primera cita es preferible olvidarla.
A Marta la conocí hace quince años en el Mercadona
de mi barrio; nuestro «Templo». El destino quiso que nuestros carros colisionaran;
ambos repletos de bollería industrial, mira qué coincidencia. La escaneé de
arriba abajo. Era corpulenta (como ahora), con el cabello recogido en un pirri,
de ojazos verdes que quitaban el hipo y embutida en un llamativo chándal
naranja que me llevó a compararla con una bombona de butano. Yo era igual;
gordísimo (tampoco he cambiado), un mamut de dos patas; sin cuello, de culo
hundido y capaz de girar como una peonza al paladear tocinito de cielo.
Hicimos ademán por disculparnos, y en ese
tímido gesto surgió ese «no sé qué» del que os hablo. Coincidimos más veces;
incluso intercambiamos impresiones. «Yo soy más de Nesquik que de Colacao», me
declaró un día de repente. Conectamos. Y descubrí que bebía del gollete, como
yo, que roía hasta la última piltrafa de los huesos y que le encantaban las palomitas.
La invité al cine. Fue nuestra primera cita formal. Elegimos una bélica; «Salvad
al soldado Ryan». Era muy ruidosa; sobre todo la parte del desembarco de las
tropas. Sonó una sirena incesante que confundimos con los estallidos y las
ráfagas del combate; y resultó ser una alarma real, un aviso de bomba en la
sala. La gente saltó de sus asientos y corrió asustada hacía la salida.
Nosotros quisimos, pero no pudimos. Quedamos retenidos entre los reposabrazos,
sin poder liberarnos de la estrechez de aquellas butacas rojas.
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