La última vez que llegué bebido a
casa senté la cabeza. Lo hice a mí manera, en el trono de los bajorrelieves mitológicos que yo mismo
había grabado con mi navaja. A mis padres no les hizo ni pizca de gracia esa
manera de demostrarles que podía cambiar. Vieron como colocaba un
mullido cojín en mi asiento real y, con un leve impulso, me quedaba con las
piernas hacía arriba, haciendo el pino. No dijeron nada, se quedaron con los
brazos cruzados, contemplando como mi sangre bajaba rauda al cerebro y, como un tomate, vomitaba
a borbotones todo lo bebido.
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